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viernes, 28 de junio de 2013

Juego de intereses en torno al derecho de autor


En anteriores artículos hemos visto cómo las estructuras económicas y financieras, en lugar de adaptarse a la sociedad para prestar sus servicios de forma más rentable y eficiente, la transforman para favorecer “las funciones económicas”, un eufemismo tras el que siempre se esconden los intereses de las clases dominantes de cada época.  
 
Por globalización, neoliberalismo o postmodernidad nos referimos a las distintas vertientes –organizacional, ideológica y sociológica– de un mismo proceso de transformación  dirigido desde las élites corporativas hacia las bases que persigue la convergencia en un mercado a escala mundial en el que a cada uno se nos asigna un rol como trabajador y/o consumidor determinado por una jerarquía de intereses de producción. La consecución del objetivo no se limita a la homogeneización de las políticas y normativas internacionales que conducen al mercado único, la moneda única, el monopolio privado, el monocultivo, la monocultura, el monolingüismo…, sino que además hay que lograr que las naciones, con sus instituciones y personas, adquieran y asuman como propias las expectativas que les han sido otorgadas por las élites corporativas, conscientes de que es el pensamiento único lo que conduce al sistema único porque cambiar la ley puede ser fácil, pero cambiar los usos es más complicado.  El mercado global no es sino la expresión hegemónica del proceso de acumulación capitalista contemporáneo, marcado por una corporate-class que, no contenta con lo que ya atesora, quiere cada vez más (de ahí el mantra del crecimiento económico) de modo que trata de controlar y organizar a su favor los derechos sobre la producción y el consumo en el contexto global.
 
Las presiones estratégicas y connivencias del poder económico-político-cultural para influir, transformar y extender su poder son recurrentes a lo largo de la historia. En ese “juego de tronos” el avance tecnológico es un factor de poder determinante entre productores. Como los dragones de Daenerys Targaryen o el fuego valyrio de los alquimistas de Desembarco del Rey,  la tecnología es capaz de desplazar el centro de poder y decidir los dominadores del tablero de juego.
 
La tecnología siempre ha acelerado el ciclo del dinero, reforzado la capacidad competitiva y creado nuevos mercados, de ahí las disputas por su propiedad, pero resulta pertinente preguntarse si esa propiedad cuando otorga un derecho exclusivo no es realmente un privilegio arbitrario, porque precisamente la relación entre el derecho universal y el privilegio arbitrario es la médula que renueva los sistemas o desata las crisis. Para comprender este “juego de tronos” que llamamos globalización fijémonos en el caso de la protección del derecho de autor. 
 
La creatividad es una capacidad consustancial al ser humano por lo que siempre han existido mecanismos de reconocimiento y recompensa para los creadores.
 
En tiempos de la Grecia Clásica los autores se preocupaban porque se les reconociese la autoría de su obra, aunque este reconocimiento moral no entrañase ningún derecho económico. Se condenaba el plagio, considerado deshonroso, y se procuraba reprimir la piratería literaria.
 
 
Durante el Imperio Romano el robo manuscrito adquirió consideración especial y los escritores romanos, además de fama, recibían dinero por las creaciones que producían. 
 
 
En la Edad Media los manuscritos, pinturas o esculturas eran protegidos por las Leyes Generales de la Propiedad y se consideraba al autor poseedor y propietario de un bien que podía vender a quien quisiera. La copia de manuscritos era un proceso muy lento y laborioso, realizado fundamentalmente por monjes, que se limitaba a la copia de obras religiosas para órdenes y cortes europeas, de modo que la mayor parte de la sociedad era analfabeta.
 
 
Pero un avance tecnológico, la imprenta, lo cambió todo al propiciar la multiplicación de la producción cultural —sobre todo la escrita, aunque también la iconográfica— posibilitando un volumen de negocio con unas nuevas necesidades a las que el Derecho de la época debía dar respuesta.   El derecho de autor aparece como figura jurídica cuando la propiedad intelectual comienza a ser una fuente continua y sustanciosa de ingresos económicos.
 
 
La historia de la legislación de los derechos de autor surge a partir de la introducción del invento de Johann Gutenberg a finales del siglo XV. Por entonces, entre los autores y los demás agentes implicados en la producción cultural únicamente tenían lugar dos tipos de relaciones principales: el mecenazgo y el pago de honorarios por parte los editores, fundamentalmente mediante el pago por pieza, aunque también consta que se pagaba a determinados trabajadores a tiempo completo mediante una participación en las ganancias. El autor no escapaba, por más que su obra fuese intelectual, a las leyes del contrato acordado como cualquier otro artesano.
 
 
La primera ley parlamentaria sobre los derechos de autor se promulgó en Inglaterra consecuencia del gran crecimiento del número de imprentas, que despertó la preocupación de las autoridades inglesas por el control de la publicación de libros. El Acta de Autorización de 1662 concedió el monopolio y la capacidad para censurar publicaciones a un grupo de editores estableciendo un registro de libros autorizados que era administrado por ese grupo de editores: la Compañía de Libreros.  En virtud de ese monopolio las obras eran editadas y comercializadas sin que los autores percibieran compensación alguna, lo que provocó el primer precedente de conflicto sectorial en torno a los derechos de autor cuando, en 1709 durante el reinado de la reina Ana, los autores literarios emprendieron una huelga que daría lugar a la primera ley parlamentaria sobre derechos de autor, el Estatuto de Ana (1710), que estableció los principios de la propiedad de los derechos de autor —el texto define como ostentadores de estos derechos a los autores u otra autoridad con derechos de propiedad sobre la obra escrita—. El derecho de autor surgió con el fin de proteger al creador del editor, pero aunque sobre el papel el estatuto acababa con el monopolio de los editores y creaba un “dominio público” para la literatura limitando el periodo de vigencia de los derechos de autor, en la práctica los beneficios reales para los autores fueron mínimos al exigir los editores que les asignasen las obras si querían cobrar por el trabajo realizado.
 
 
Esta norma tendría una influencia decisiva sobre el desarrollo de la legislación estadounidense.  En 1787, la Constitución de los EE.UU. en su Artículo I, Sección 8, Cláusula 8 declaraba que “el Congreso tendrá el poder... para promover el progreso de la ciencia y las artes útiles, asegurando durante periodos limitados el derecho exclusivo de los autores e inventores sobre sus escritos y descubrimientos.” Este mandato constitucional fue implementado en forma de ley por el Primer Congreso en el Acta sobre Derechos de Autor de 1790, un documento para el fortalecimiento del aprendizaje que aseguraba los derechos sobre la copia de mapas, planos y libros de los autores y propietarios de esas copias. La iniciativa estaba tan inspirada en el Estatuto de Ana (1710) que se establecía un periodo de vigencia para los derechos de autor idéntico: 14 años prolongables otros 14 adicionales si el autor seguía vivo.
 
 
La legislación anglo-americana pretendía, por un lado, incentivar la creación de los autores, artistas y científicos concediendo el privilegio del monopolio a la parte que arriesgaba el capital pero, por otro lado, velaba por el interés general estableciendo un “dominio público” que limitaba el monopolio del copyright para evitar que estrangulase la actividad creadora y científica asegurando que, pasado cierto tiempo, los trabajos fuesen accesibles para la sociedad en general preservando el avance científico de la nación. Desde entonces a la fecha la legislación anglo-americana del derecho de autor tiene un marcado carácter patrimonial capital-centrista.
 
 
En el continente, por su parte, los derechos de autor se vigilaban más por razones de control que pensando en la protección de los derechos de los artistas o creadores, así que no cabe hablar de derechos sino de privilegios fundados en concesiones arbitrarias.
 
 
Por ejemplo, en el caso de España, de una parte la Corona estaba pendiente de toda obra que hiciera notorio al Rey ante sus súbditos y censuraba toda aquella que lo discutiese o lesionara sus intereses —por ejemplo, Felipe el Hermoso en 1558 decretó la pena de muerte para aquella persona que poseyera libros o publicaciones prohibidas por la Corona—; de otra parte el poder eclesiástico se manifestaba contra aquellos autores que atacaran los fundamentos del poder eclesiástico, su organización o sus bases doctrinales —la Santa Inquisición a través de sus oidores controlaba toda literatura nociva y sentenciaba a muerte a toda aquella persona que tuviera libros prohibidos—. En 1763, el rey Carlos III de España promulgó una Real Orden mediante la cual se concedía el privilegio de impresión única y exclusivamente al autor de la obra. Sin tratarse de una revolución el autor comenzaba a ocupar el lugar central que le corresponde en la producción intelectual. Con la Real Orden de 1764 se permitió la transmisión del privilegio de impresión a los herederos del autor, si así lo solicitaban. A partir de la Real Orden de  1777, el privilegio se convertía en perpetuo. El propósito era del todo económico pero se trataba aún de un privilegio concedido por el Rey.
 
 
La verdadera emancipación del autor llegó con la Revolución Francesa (1789–1801). En un principio, la Revolución Francesa suprimió los privilegios de los autores y editores.  Condorcet, a quien debemos la noción básica del laicismo en la educación, plasmó la controversia entre privilegio y derecho: “Los privilegios tienen en esta materia, como en toda otra, los inconvenientes de disminuir la actividad, de concentrarla en un reducido número de manos, de cargarla de un impuesto considerable, de provocar que las manufacturas del país resulten inferiores a las manufacturas extranjeras. No son, pues, necesarios ni útiles y hemos visto que eran injustos... No puede haber ninguna relación entre la propiedad de una obra y la de un campo que puede ser cultivado por un hombre, o de un mueble que sólo puede servir a un hombre, cuya propiedad exclusiva, en consecuencia, se encuentra fundada en la naturaleza de la cosa... La propiedad literaria no es un derecho, es un privilegio y como todos los privilegios, es un obstáculo impuesto a la libertad, una restricción evidente a los derechos de los demás ciudadanos”.
 
 
No fue hasta entrada la Revolución que se reconocieron los derechos de autor, pero éstos ya no se fundaban en concesiones arbitrarias como en el pasado, con lo que el privilegio había dado paso al derecho universal.  La Revolución Francesa supuso la inauguración de un concepto de propiedad intelectual bien diferente del que ya estaba legislado en Gran Bretaña y en los EE.UU. La legislación continental de la propiedad intelectual ponía en el centro los derechos morales del autor al considerar la obra intelectual la más personal de todas las propiedades.  
 
 
La primera norma legal revolucionaria francesa y, por ende, la primera continental,  fue el “Decreto Relativo a los Espectáculos” de la Asamblea Nacional Francesa de 1791, donde se extiende la protección de los derechos de autor a toda la vida del mismo, lo que será una constante en el derecho de autor continental, más cinco años post mortem auctoris. Este decreto fue el preludio del “Decreto Relativo a los Derechos de Propiedad de los Autores de Escritos de Cualquier Género, Compositores de Música, Pintores y Diseñadores” de 1793, por el que los autores de cualquier tipo retenían los derechos sobre su propiedad durante toda su vida y diez años más.
 
 
La originalidad de la legislación francesa frente a la anglosajona reside en que extendía la protección del autor también a la representación de sus obras y no meramente a la reproducción y venta de impresos en el que se basa el sistema de copyright. Desde esos tiempos hasta la actualidad las diferencias entre el sistema de derechos de autor continental, centrado en el autor, y el anglosajón, centrado en el capital, han marcado el desarrollo de la protección jurídica de la obra intelectual en el mundo occidental.
 
 
Durante todo el siglo XIX se codificaron y desarrollaron las distintas legislaciones nacionales en materia de derechos de autor, si bien cualitativamente no se produjeron grandes cambios. Lo verdaderamente significativo del siglo XIX, especialmente en su segunda mitad, fueron los diversos intentos que tuvieron lugar para crear un marco homogéneo internacional de protección para la producción industrial amparada en la propiedad intelectual. Así, en 1858 tuvo lugar en Bruselas un congreso diplomático internacional sobre la propiedad intelectual en el que se adoptaron cinco resoluciones:
 
 
1.      Los países civilizados debían reconocer en sus respectivas legislaciones los  derechos de los autores.
2.      Esta protección debía operar independientemente del principio de reciprocidad.
3.      Los autores extranjeros debían asimilarse en todo a los nacionales
4.      Siempre que hubieran cumplido las formalidades requeridas en la legislación de sus países de origen, no se debía exigir ninguna otra formalidad a los autores para que sus derechos fuesen recogidos en otros países.
5.      Se hacía un llamamiento a la uniformidad en las legislaciones nacionales.
 
 
 
En 1875 una comisión real británica aconsejó al gobierno británico alcanzar un acuerdo bilateral con EE.UU. para, sobre la base de la protección recíproca a los autores tanto británicos como americanos, formar un frente común que consolidase su influencia estratégica.
 
 
Los trabajos de preparación de la Conferencia de las Potencias dieron lugar a la Convención de Berna para la Protección de la Obras Literarias y Artísticas. El Acta Internacional de los Derechos de Autor de 1886, también conocida como el Convenio de Berna, suprimió el registro de las obras extranjeras e introdujo un derecho exclusivo para importar o traducir obras.  Este convenio se ha venido modificando y completando posteriormente; en París en 1896, Berlín en 1908, de nuevo Berna en 1914, Roma en 1928, Bruselas en 1948, Estocolmo en 1967 y, finalmente, en París en 1971.
 
 
El siglo XX fue testigo del carácter disruptivo de la tecnología en el ámbito de la protección de los derechos de autor, un siglo caracterizado por el intento de adecuar la legislación a los constantes avances tecnológicos que se sucedieron, poniendo el foco no tanto en la protección de los individuos como en la protección de los organismos, públicos o privados, que difunden las obras.
 
 
A comienzos del siglo XX, concretamente en 1908, tuvo lugar un nuevo conflicto sectorial de gran importancia histórica. Por entonces las ventas de un novedoso artículo de ocio, el disco fonográfico, habían crecido extraordinariamente en EE.UU., mientras que los pianistas que habían creado las obras no recibían compensación alguna. En aquella ocasión, la Corte Suprema rechazó la reclamación de los autores, argumentando que la ley nada decía sobre el disco fonográfico. No obstante, un año más tarde, el Congreso se vio obligado a enmendar la ley para establecer un canon para las grabaciones fonográficas y las actuaciones públicas. En las siguientes décadas, los compositores estadounidenses recaudaron unos 500 millones de dólares en derechos de autor por grabaciones y representaciones de su obra.
 
 
Los legisladores europeos tomaron nota y el parlamento británico terminó por promulgar el Acta de Derechos de Autor de 1911, que recogía por primera vez toda la regulación específica sobre derechos de autor, revisando y  derogando la mayor parte de las actas precedentes. Las enmiendas incluían la ampliación del concepto de protección junto con nuevos arreglos para establecer el periodo de vigencia de los derechos de autor. Las grabaciones musicales y las obras arquitectónicas obtuvieron protección bajo el nuevo marco legal.  El acta además abolió la obligación de registrar los derechos de autor en la Cámara de Libreros (Stationers Hall), uno de los principios básicos de la convención de Berna, y derogó la protección de los derechos de autor de la ley común sobre las obras no publicadas, salvo en el caso de tratarse de cuadros, dibujos y fotografías.
 
 
En 1946, después de la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar la Convención Interamericana de los Derechos de Autor, también conocida como el Tratado de Washington, en la que participaron naciones de la órbita estadounidense.
 
 
Por su parte la ONU, por mediación de la UNESCO, con objeto de armonizar la legislación internacional sobre derechos de autor, donde coexistían dos visiones tan jurídicamente dispares, promovió la Convención Universal de los Derechos de Autor con objeto de garantizar en todas las naciones los derechos sobre la propiedad intelectual de las obras literarias, científicas y artísticas, sobre la base de un marco universal que facilitase la distribución de la obra de la mente humana permitiendo incrementar el conocimiento internacional. Este sistema universal de derechos de autor fue firmado en 1952, en Génova, y es conocido como la Convención de 1952.
 
 
Con el Acta de Derechos de Autor de 1956, el Reino Unido se adhirió a la Convención de 1952 e instauró el Tribunal de Derecho de Representación, el antecedente de los tribunales de derechos de autor que funcionan en nuestros días en algunas naciones. Como novedad, estas nuevas directrices contemplaban los nuevos avances tecnológicos, tales como las películas o la radiodifusión, que por primera vez eran protegidos en su propio derecho por los derechos de autor.
 
En 1965, el gobierno Alemán promulgó la ley sobre Derechos de Autor y Derechos de Protección Conexos, una ley muy bien sistematizada que hacía alusión precisa a los derechos de los artistas ejecutantes, precisando los derechos de productores de fotografías, de empresas emisoras de radio y televisión, así como algunas disposiciones especiales para obras cinematográficas.
 
 
En 1967 se constituyó la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual OMPI, también conocida por su acrónimo inglés WIPO, con objeto de establecer una organización internacional sobre propiedad intelectual que comprende tanto los derechos de autor (morales y patrimoniales) como los derechos de propiedad industrial (marcas, patentes, diseños industriales, denominaciones de origen). 
 
 
La Convención de 1952 fue revisada en París en 1971 para extender la protección universal de los derechos de autor sobre las obras literarias, científicas y artísticas, mencionando específicamente las obras escritas, las creaciones musicales, las dramáticas, las cinematográficas, las pinturas, los grabados y las esculturas. Esta convención constituye también la última revisión hasta la fecha del Acta Internacional de los Derechos de Autor, cuya primera edición se había celebrado en Berna, en 1886.
 
 
En 1984 tuvo lugar uno de los episodios judiciales más significativos, que posteriormente se ha constituido en base jurisprudencial para resolver conflictos de naturaleza similar. La Corte Suprema de los EE.UU. rechazó el pleito que había interpuesto Universal Studios contra Sony, donde se esgrimió que las videograbadoras permitían la desenfrenada violación de los derechos de autor al permitir a cualquiera realizar copias de sus películas. La sentencia amparó el derecho de los ciudadanos a realizar grabaciones domésticas y, en consecuencia, el derecho de Sony a vender videograbadoras. Curiosamente  esta victoria judicial no evitó que el formato Betamax de Sony terminara perdiendo la batalla por el mercado del video doméstico ante el VHS de Phillips.  T res décadas más tarde queda claro que el desarrollo del video doméstico no perjudicó a la industria cinematográfica, sino más bien todo lo contrario: la industria cinematográfica no sólo incrementó sus ingresos directos por las taquillas de EE.UU., sino que además la venta y el alquiler de video les supuso a los estudios cinematográficos unos ingresos que duplicaban los provenientes de taquilla.
 
 
En 1988 EE.UU. suscribió la convención de Berna. Uno de los obstáculos principales para tal refrendo había sido el derecho moral del autor, que el sistema anglosajón nunca había reconocido explícitamente. Cabe recordar que el mismo Benjamin Franklin hizo una fortuna con la publicación de obras de autores británicos sin tener su permiso ni compensarles por derecho alguno. La ratificación estadounidense implicó algunos cambios en su legislación para adecuarla a las directrices de la Convención y tímidamente se comenzó a hablar de los derechos morales del autor en el mundo anglosajón.
 
 
Ese mismo año el Parlamento Británico promulgó la Parte Primera del Acta sobre Derechos de Autor, Diseños y Patentes, conocida como el Acta de 1988, un nuevo intento de actualizar y armonizar la legislación británica sobre derechos de autor en el nuevo contexto.
 
 
En cuanto a la Unión Europea, la preocupación por la adaptación del derecho de autor al mundo de las nuevas tecnologías asomó tempranamente. En 1988 se publicó el "Libro Verde sobre derechos de autor y desafío tecnológico: problemas de derecho de autor que requieren una iniciativa inmediata". Partiendo de las reflexiones recogidas en el Libro Verde se formularon propuestas concretas en el volumen "Acciones derivadas del Libro Verde..." de enero de 1991, del que se derivaron cinco Directivas aprobadas en el campo del Derecho de Autor.
 
 
En 1994 un grupo de trabajo especial, presidido por el entonces comisario europeo Martin Bangemann, presentó al Consejo Europeo celebrado en Corfú un informe titulado "Europa y la sociedad global de la información", documento conocido informalmente como el Informe Bangemann. Como consecuencia de la adopción del Informe Bangemann, en junio de 1994, la DG XV (Dirección General del Mercado Interior) comenzó a elaborar un Libro Verde, dedicado específicamente a la problemática del Derecho de Autor. Como consecuencia de estos trabajos, y tras varios borradores previos, en 1995 se publicó el "Libro Verde sobre los derechos de autor y los derechos afines en la sociedad de la información", dedicado específicamente a la lucha contra la falsificación y la piratería en el ámbito del mercado único europeo donde, además de establecer una nueva definición de los productos, servicios o procedimientos que constituían el objeto o resultado de un delito de violación de la propiedad; se definían las líneas de actuación que debían seguir los estados miembros  para atajar el problema, esto es, actividades de vigilancia en el sector privado, utilización de dispositivos técnicos, sanciones y medios para hacer respetar los derechos de propiedad intelectual y la cooperación administrativa entre las autoridades competentes.
 
 
Un detalle verdaderamente interesante que recoge el Libro Verde es que se reconoce que “la usurpación de marca y la piratería en el mercado interior constituyen un fenómeno cuya naturaleza y características no son bien conocidas, aunque los datos aportados por los titulares de los derechos y las incautaciones realizadas constituyen un interesante factor de evaluación”. Con posterioridad, el propio Parlamento Europeo en su resolución de 22 de octubre de 1997 reconocía que, aunque los Estados miembros disponen de un marco eficaz para la protección del derecho de autor, dicho marco “no responde a los nuevos retos que plantea el desarrollo de la sociedad de la información”.
 
 
Desde entonces hasta la actualidad han tenido lugar innumerables iniciativas, conferencias y tratados internacionales para fortalecer la cultura de la propiedad intelectual, acordar la aplicación del “uso justo” en el entorno digital y mantener un equilibrio entre los derechos de propiedad intelectual y el interés público, especialmente en los ámbitos de la educación, la investigación y el acceso a la información. Pero si el avance tecnológico durante el Siglo XX había marcado el desarrollo de las relaciones entre productores, el verdadero carácter disruptivo de la tecnología se manifiesta en las relaciones entre productores y consumidores al poner en manos de éstos últimos un medio como Internet que provoca que el Derecho impuesto se vea desbordado por los hechos.
 
 
Aunque la internacionalización de las comunicaciones plantea problemas que en esencia no son nuevos –básicamente, determinar qué legislación sustantiva y procesal y qué tribunales son competentes–, las dificultades crecen exponencialmente con las nuevas tecnologías y el derecho de autor capitula ante los hechos ilegales, de manera que todas las soluciones que se proponen no atacan el problema de raíz sino de forma muy sesgada.  Saltan a la vista varias cuestiones fundamentales:
 
 
Primero, el desarrollo del derecho de autor es un asunto netamente occidental y el Occidente colonial no tiene intención de mirarse al espejo y reconocer su larga historia de “potencias piratas”. El sesgo en el uso del término piratería se entiende por analogía entre las grandes transnacionales y los enemigos de Barbarroja, también corsarios y piratas.  Por ejemplo China, que no dispuso de ley de propiedad intelectual hasta 1991, podría argumentar que el mayor robo de la propiedad intelectual fue el de su tecnología de la seda por parte de los comerciantes italianos o el de la tecnología del té china por parte de los comerciantes británicos en la India, robos perpetrados muchos siglos atrás de los que los colonizadores europeos se han venido beneficiado económicamente, por consiguiente, durante siglos. No digamos ya si hablamos de la colonización de África, asunto sobre el que recomiendo dos excelentes artículos (éste y éste otro) que Juan Carmona Muela ha publicado en su magnífico blog, Utopía.
 
 
Segundo,  es incuestionable que la dinámica moderna de la globalización, de la que la piratería de la propiedad intelectual es una consecuencia, ha favorecido a los países emergentes, pero precisamente porque los elevados precios de los productos occidentales respecto a los ingresos de amplios grupos de población unido a la capacidad de los países emergentes de producir bienes tecnológicos digitales a bajo coste son el caldo de cultivo de la piratería de la propiedad intelectual en el mundo.
 
 
Tercero, la piratería de la propiedad intelectual favorece la innovación. Es infantil considerar que toda la piratería consiste en burda falsificación. Tanto en Occidente como fuera de él, prácticamente toda creación humana proviene del trabajo que la precede y la capacidad para copiar libremente y perfeccionar los trabajos existentes ha sido y es el alimento en campos de la actividad humana tan diversos como la moda, las finanzas o el software. Copiar refuerza la competitividad, hace crecer los mercados, construye marcas y espolea la innovación. Al respecto de la piratería como catalizador de la innovación Felix Salmon ha dedicado un interesante artículo en su blog (http://blogs.reuters.com/felix-salmon/2013/06/25/how-the-world-benefits-from-chinese-piracy/). En dicho artículo sobre la piratería China se dice que la mayor parte entraría dentro de la categoría de “innovación autóctona” y cita  ejemplos como Xiaomi, Weibo o Youku.           
 
Cuarto, la piratería de la propiedad intelectual, lejos de estar estigmatizada, se integra en las prácticas cotidianas de amplios y crecientes grupos de la población mundial. En primera instancia, para cientos de millones de ciudadanos la piratería de la propiedad intelectual es un instrumento para alcanzar un objetivo superior, el derecho a tener una vida digna. China ha prosperado gracias a esa piratería no sólo en términos de su extraordinario crecimiento económico, sino también en términos de los cientos de millones de ciudadanos chinos a los que ha ayudado a salir de la pobreza.  En segunda instancia, la piratería favorece a los consumidores, especialmente si se trata de una población que continúa siendo mayoritariamente pobre para la que la tecnología digital de bajo coste, que en China se denomina shanzai, es la única asequible.
 
 
Quinto, el derecho de autor está sufriendo una profunda transformación en su estructura. Las grandes corporaciones transnacionales tratan de restringir aún más el derecho de copia privada, incluso mediante medios técnicos invasivos, y reclaman el lucro cesante de sus derechos de propiedad intelectual y patentes –rentas por las que, dicho sea de paso, esas corporaciones no tienen intención de pagar impuestos porque ejercen su influencia para que la fiscalidad y las exigencias de control contable les sean totalmente benignas–.  A pesar de la gran influencia del poder transnacional sobre la opinión pública, los derechos exclusivos son objeto de crítica y lo que un día fue un derecho prácticamente absoluto y exclusivo que aseguraba a su titular poder impedir a cualquiera la utilización de la obra sin su permiso, a golpes de realidad hoy se reduce a un mero derecho de compensación a su titular mediante una “remuneración compensatoria”, siempre que, claro está, éste pueda alcanzar a detectar la infracción –la tecnología permite también enmascarar mucho más fácilmente la infracción– y pueda hacer valer sus derechos por vía legal –el coste del proceso se ha encarecido hasta hacerlo inasequible para nadie que no disponga de los recursos de las grandes empresas–. 
 
Sexto, a efectos legislativos, la inferioridad de la fuerza de los ciudadanos frente a las puertas giratorias entre lobbys y legisladores se traduce en una legislación occidental profundamente decantada del lado de la oferta. El Corporate Europe Observatory (CEO) en su más reciente versión del Lobby Planet, también publicada en español (http://corporateeurope.org/es/pressreleases/2013/lobby-planet-mapa-de-los-lobbies-en-bruselas), ofrece una guía para entender el oscuro mundo del lobbying empresarial en la Unión Europea. En Bruselas se localizan entre 15.000 y 30.000 profesionales de las oficinas de lobby de las grandes empresas, consultorías de lobby, laboratorios de ideas, empresas de relaciones públicas y grupos industriales de presión, todos con agenda y presupuesto para influir en los burócratas y los políticos responsables de la toma de decisiones en la UE. 
 
 
Por ejemplo, en el caso de los cabilderos de la industria farmacéutica, hay 23 compañías multinacionales inscritas en el Registro Europeo (en torno al 20 por ciento de las que forman parte de la patronal EFPIA) que dedican un gasto aproximado al año de unos 20 millones de euros, aunque esta cifra hay que relativizarla pues en Europa la inscripción en el citado registro es voluntaria y se han identificado desfases entre lo declarado y la inversión real. A pesar de que el mayor generador de costos de la industria farmacéutica son los gastos derivados del marketing y lobbying, y de que según se indica en la Wikipedia: "expertos independientes estiman que entre los gobiernos y los consumidores financian el 84% de la investigación en salud, mientras que solo el 12% correspondería a los laboratorios farmacéuticos, y un 4% a organizaciones sin ánimo de lucro", estos lobbys han logrado que el derecho a la salud sea un un privilegio exclusivo al que cientos de millones de personas no pueden acceder por el inasequible precio de los medicamentos. 
 
 
Séptimo, a efectos de los mercados, Internet amenaza el orden económico natural y ni siquiera los criminales pueden competir con el “uso gratis”. Un interesante estudio a cargo de la Universidad de Columbia desarrollado por más de 35 investigadores durante más de 3 años, publicado en español bajo el título: “Piratería de medios en las economías emergentes” (http://piracy.americanassembly.org/wp-content/uploads/2012/04/MPEE-ESP.pdf), señala que no se han hallado vínculos sistemáticos entre la piratería de medios audiovisuales y el crimen organizado o el terrorismo en ninguno de los países emergentes examinados (Brasil, India, Rusia, Sudáfrica y Bolivia), por lo que hoy los piratas con ánimo de lucro y los contrabandistas transnacionales están tan interesados en restringir el derecho de copia privada y criminalizar al infractor que descarga música de Internet como la “civilizada industria transnacional”. Luego el problema de fondo en todo este conflicto no coincide con el planteamiento formal de defensa de los intereses de los artistas y editores, tanto morales como patrimoniales, sino que detrás de este conflicto subyace primero el deseo de controlar un mercado incipiente y después el pánico ante el altruismo y la posibilidad de que los ordenadores personales puedan conectar con iguales formando grupos colaborativos, constituyendo verdaderas herramientas de búsqueda en inmensos sistemas de archivos que puedan hacer universalmente accesible libros, software, música o películas sin tener en cuenta los derechos exclusivos. 
 
 
Tenía razón Charles Kettering cuando  decía que “allí donde haya una mente abierta, siempre existirá una frontera”. La dinámica moderna de la globalización, ilustrada en este artículo alrededor del derecho de autor, señala nítidamente la naturaleza de esta crisis. Entre los partidos políticos del stablishment liberal, da igual si se autodenominan populares, socialistas o nacionalistas, sólo se presentan diferencias de grado y no de naturaleza, de modo que hoy los consensos se fabrican en torno al laissez-faire y la economía del lado de la oferta, negando lo colectivo para afirmar lo individual y queriéndonos vender la moto del “crecimiento”, como si la expansión económica sin un modelo de redistribución de la riqueza fuese garantía de cohesión social y bienestar general. En este escenario las tecnologías para compartir en el entorno digital se posicionan como eficaces y accesibles herramientas de oposición al neoliberalismo.  
 

2 comentarios:

Cliktrading dijo...

Como siempre, un excelente artículo con una bibliografía muy completa.
Gracias por el tiempo que dedicas a ilustrarnos en temas tan interesantes.
Yo siempre he pensado que si un arquitecto, un médico o un fontanero realizan un trabajo y reciben una compensación económica de una sola vez,porque estos "pseudoartistas" de tres al cuarto pretenden vender y vender su trabajo miles de veces y vivir de una inspiración puntual que en la mayoría de casos son incapaces de repetir, bajo la bandera de unos supuestos "derechos" que todos debemos remunerar directa o indirectamente.
Más curioso aún es cómo han conseguido poner al poder político de su lado para que legisle con tanto sinsentido. Creo que todo esto es otro de los muchos "aros estrechos" por los que nos hacen pasar.
Saludos.

Ignoto dijo...

Gracias, Cliktrading. El problema no son los autores, artistas y demás creadores, el problema son los que ostentas los privilegios exclusivos sobre las obras, a los que la creación se las trae al pairo.

Has tocado un aspecto que he obviado intencionadamente, la producción cultural de masas que generalmente es intrascendente, mero entretenimiento de usar y tirar.

No he querido tocarlo porque mi enfoque crítico se dirige hacia la industria y como ésta condiciona nuestras vidas en tantos aspectos que siquiera alcanzamos a vislumbrar, influenciando entre otros a políticos y reguladores. Un saludo y gracias otra vez.