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jueves, 14 de febrero de 2013

La estupidez humana y la crisis


La situación del mundo en general –y la de España en particular–  es deplorable y no puedo evitar relacionar ese hecho con la estupidez humana.  La estupidez es un elemento esencial para comprender cómo y por qué hemos llegado a esta situación de crisis sistémica global.  

 
La estupidez, que es consustancial al ser humano, es contagiosa y se puede cultivar, imitar, tolerar y hasta admirar. Es por ello que el hombre a lo largo de la historia ha tenido que convivir con ella.  Ya en el Siglo VIII a.C. el profeta Isaías decía: «El buey conoce a su dueño  y el asno el pesebre de su señor: Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento».  A la luz de nuestra creciente capacidad tecnológica para almacenar y difundir la información cabría esperar que la estupidez se hubiese confinado en un limitado reducto de nuestras modernas sociedades, pero del mismo modo que demasiada luz puede cegar, aunque formalmente hemos pasado del paradigma de la Sociedad de la Información a la Sociedad del Conocimiento, seguimos sin tener entendimiento y a lo sumo somos lo que Fromm denominaba mesodidactas, hombres enseñados a medias a los que les falta alcanzar “la comprensión” sobre el conocimiento adquirido. Por ello al mirar a nuestro alrededor comprobamos cómo la estupidez sigue campando a sus anchas entre nosotros hasta el punto de que parece que en el mundo ya no cabe un tonto más. Esta podría ser una cuestión jocosa  si no fuera porque la estupidez también tiene un lado grotesco que, llevado al extremo de la destructividad, acarrea catastróficas consecuencias que a muchos nos impiden vivir, como sería nuestro deseo, una vida serena y apacible a pesar de haber obrado con honradez, laboriosidad y responsabilidad.  Por eso estamos desorientados y agobiados ante la incertidumbre de vivir en una sociedad que ha generado gravísimos problemas sociales que no sólo no se resuelven sino que se agudizan sin que haya una participación ciudadana real en las decisiones políticas, sumidos en una pestilente corrupción político-corporativa que amenaza nuestro futuro en sociedad.


AI empezar este artículo sobre la estupidez en el contexto de la actual crisis subestimé las dificultades con que tropezaría al tratar de hacer una exposición general de este asunto pero sin caer en excesiva simplificación. Precisamente porque hay  muchos  tipos  de tontos  no puede  hacerse  una  declaración  general  al respecto,   así que debemos referirnos  a  cada tipo de tonto en  términos específicos. Dejando al margen al tipo de tonto simplón o vulgar –cualquiera que crea que la educación resulta cara no comprende el coste oculto de la ignorancia, tanto para el individuo como para la sociedad,  a grandes rasgos podemos establecer una primera categorización en el contexto de la crisis distinguiendo entre el tonto destructor, el tonto facilitador y el tonto indiferente. 
 

El tonto destructor
 

De las múltiples formas que puede adoptar la estupidez humana, sin duda su máxima y más peligrosa expresión es aquella que conlleva la autodestrucción, cuando guiados por un estrecho interés  particular actuamos ignorando las consecuencias de nuestra acción en su globalidad. 

 
En palabras del Premio Nobel  Nikolaas Tinbergen:el hombre es la única especie que asesina en masa, el único que no se adapta a su propia sociedad”.  Sin embargo, esto no fue siempre así pues, de hecho, el hombre prehistórico –que vivía de la caza y la recolección– se distinguía por un mínimo de destructividad y un máximo de cooperación y compartición en aras de un bien común: la supervivencia.

Las relaciones sociales de las que participamos, cualquiera que sea el ámbito en el que éstas se desarrollen,  consisten en buena medida en la gestión de las motivaciones y desincentivos de los individuos para cooperar en pos del bien común. Esa cooperación entre individuos no es algo que nos haya sido impuesto, sino que es una necesidad que guarda relación con la propia supervivencia del individuo y la especie humana. Sin embargo, en el proceso evolutivo los humanos aún no hemos adquirido por genética un sentido colectivo del bien común, así que estamos expuestos al peligro de actuar en contra del bien común aferrándonos a esquemas equivocados.

Sobre un mismo individuo actúan diferentes motivaciones, tanto materiales como intangibles. Para contrarrestar el interés particular cuando es contrario al bien común recurrimos a la ética y los valores universales, pero estas herramientas no son suficientes para contrarrestar las pulsiones descontroladas por lo que nos dotamos de regulación para establecer límites y  delegamos en un tercero la autoridad para dirimir responsabilidades.  Sería esta la razón de ser del Estado.

Suponemos que una sociedad basada en el poder abusivo debería ser fácil de identificar pues su carácter destructivo sería reconocible desde lejos, pero aunque estas sociedades existen, son raras. La gran falacia que nos impide reconocer esas sociedades antes de que revelen su verdadero rostro radica en la creencia de que los hombres destructores y malos que perpetran los abusos de poder tienen que parecer demonios y deben carecer de toda cualidad positiva.  El hombre desprovisto de todo atisbo de generosidad y buena intención es una anomalía así que es mucho más frecuente encontrar  psicópatas cotidianos o –para no entrar en  etiquetas  psiquiátricas que oscurecen el problema moral del mal–  individuos con una cara amable, cortes, familiar, amante de los niños y de los animales que incurren en comportamientos psicopáticos. El mismo Hitler según testimonios de algunos que lo trataron de cerca mostraba sentimientos de humanidad, aunque fuesen atisbos muy ocasionales. 

La acumulación de demasiado poder en  las manos equivocadas puede provocar  que  mueran  millones  de  personas, ya sea por las balas o de hambre.  De acuerdo a Fromm “el hombre ordinario con poder extraordinario es el principal peligro para la humanidad y no el malvado o el sádico”.  No hay que olvidar que Hitler no exterminó por sí solo a millones de judíos. De hecho Hitler jamás estuvo presente en un asesinato ni en una ejecución (Röhm sabía lo que decía cuando pidió antes de que lo ejecutaran que viniera el Führer en persona a dispararle).  Hitler no estaba solo pues contaba con miles de hombres que mataban por él y lo hacían no sólo voluntariamente, sino complacientemente.   El individuo mediocre y pobre de espíritu puede encontrar alivio en la destrucción: “mal de todos, consuelo de bobos”, pero el verdadero problema surge cuando es éste quien dicta las normas de la psicología de masas.

 
La pasión megalómana de Hitler por reconstruir edificios y ciudades estaba relacionada con su pasión por destruir en la medida en que sus planes para reconstruir eran una excusa para antes destruir.  Hitler tenía el  talento  necesario para  apelar  a  las grandes  masas y lograr que ideas  que  antes  parecían  "locas" resultasen "cabales": "Tiene  que  impedirse  que  las  personas defectuosas  se  propaguen  y  tengan  una  descendencia  igualmente  defectuosa… Porque si es necesario, los enfermos incurables habrán de ser segregados sin piedad…  medida  bárbara  para  el  desdichado  a  quien  afecta,  pero  muy  benéfica  para  sus congéneres  y para la posteridad." (A. Hitler, 1943). El carácter destructor se justifica porque es necesario para sanar, del mismo modo que un cirujano libre de falsos sentimentalismos cortaría en carne viva para extirpar un tumor.


Pero además de persuadir,  Hitler tenía la malicia  para  organizar las masas encauzando la destructividad humana.    La destructividad y la crueldad a gran escala surgieron con la generación de grandes excedentes resultado del aumento de la productividad y la división del trabajo, lo que fundó la necesidad de constituir grandes Estados con sus jerarquías y élites.  Esas jerarquías y élites disponen de margen para ejercer el poder y cuanto mayor es ese margen tanto más probable será que ejerzan el poder de manera irresponsable y abusiva.  La clave para reconocer las tiranías no estriba en encontrar cuernos diabólicos sino en la acumulación de demasiada riqueza y poder en muy pocas manos. 

Especialmente durante los últimos treinta años nuestra sociedad liberal-demócrata ha generado una desigualdad extrema sin parangón en ningún otro momento de la historia de la humanidad: hoy en día, cuando la población de la Tierra es mayor que nunca, el 1% de la población ha llegado a poseer la misma riqueza que el 90% de menores ingresos.  La consecuencia de ese extremo desequilibrio es que ese 1%, a través de su capital e inversiones, decide y arbitrariamente impone a los Estados la política económica de las naciones con tal suerte que nuestras economías occidentales se han transformado en auténticas plutonomías, es decir, sistemas económicos dominados por los muy ricos donde el libre mercado decide por los ciudadanos. 

En el ADN del liberalismo económico está limitar las funciones del Estado a la provisión de ley y orden –de éstas no se puede prescindir ya que sin ellas el propio sistema no se podría perpetuar–  dejando todo lo demás en manos del libre mercado. El modelo de pensamiento económico liberal escuda la insaciable voracidad del homo-economicus, que siempre busca obtener el mayor beneficio posible, parapetados detrás de una estrecha noción de la libertad que legitima todo.  El liberalismo libertario o libertarismo es la corriente de pensamiento político que asume la defensa racional del capitalismo y del individualismo adoptando la ética objetivista de Ayn Rand.  El libertarismo resulta ideológicamente confuso pues surgió como una facción contracultural y antisistema de la derecha basada en valores antiautoritarios compartidos tanto por la izquierda antimperialista como por la derecha anticomunista. Ese signo antisocial se traduce en que el libertario no considera la dependencia de la sociedad como un hecho positivo, una fuerza protectora, sino como algo que amenaza sus derechos naturales y su existencia económica, lo que moldea un carácter destructivo que se hace patente en alguno de sus postulados: el egoísmo es una virtud y el altruismo es inmoral, el orgullo es una virtud y la humildad es un vicio, el extremismo es bueno frente al culto al término medio, el sacrificio personal siempre es inmoral, no existen los derechos positivos (derecho al trabajo, a la vivienda, a la atención sanitaria...)  y sólo se reconocen los derechos negativos (vida, libertad y propiedad).  A pesar de que el propio movimiento objetivista fue acusado de ser una secta destructiva, este endeble marco moralista les vale a los libertarios para pregonar su cordura justificando su autocomplacencia con la irresponsabilidad social y los comportamientos psicopáticos que imperan en nuestra sociedad globalizada. Sin embargo, el libertarismo no ha visto el peligro de la anarquía económica que trae consigo permitir la acumulación de riqueza y poder sin límites.


Sobre los peligros de la anarquía económica Albert Einstein hizo una exposición magistral: “La anarquía económica de la sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente del mal…  El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos, en parte debido a la competencia entre los capitalistas y en parte porque el desarrollo tecnológico y el aumento de la división del trabajo animan la formación de unidades de producción más grandes a expensas de las más pequeñas. El resultado de este proceso es una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con eficacia incluso en una sociedad organizada políticamente de forma democrática. Esto es así porque los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de otra manera por los capitalistas privados quienes, para todos los propósitos prácticos, separan al electorado de la legislatura. La consecuencia es que los representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de los grupos no privilegiados de la población. Por otra parte, bajo las condiciones existentes, los capitalistas privados inevitablemente controlan, directamente o indirectamente, las fuentes principales de información (prensa, radio, educación). Es así extremadamente difícil, y de hecho en la mayoría de los casos absolutamente imposible, para el ciudadano individual obtener conclusiones objetivas y hacer un uso inteligente de sus derechos políticos”.  Más adelante nos detendremos en estos dos elementos clave que identifica Einstein: organización del proceso de concentración del capital privado en pocas manos e influencia sobre las masas para la validación del sistema.

Los tiranos de hoy en día son los mercados y se diferencian de los de antaño en que éstos no tienen un rostro visible, tan sólo sabemos que representan los intereses particulares de bancos, fondos de inversión, compañías de seguros, empresas, gobiernos, organismos oficiales, fondos patrimoniales soberanos, planes de pensiones, fundaciones y hasta organizaciones benéficas. Los mercados incluso tienen participación en las principales agencias de calificación crediticia como Moody's y McGraw Hill (Standard & Poors). Los mercados no revelan su rostro y acumulan demasiado poder, tanto que una única gestora –BlackRock, la considerada mayor empresa de gestión de activos del mundo– por si sóla controla activos por un valor equivalente al PIB anual de la cuarta economía del mundo (3,36 billones de dólares).


Esta situación de anarquía económica entraña un riesgo de colapso a escala global que amenaza la economía mundial. Permítanme un dato: en los últimos 12 años los inversores en la bolsa estadounidense han perdido más de 2 billones de dólares (billones contabilizados a la española, de 12 ceros, 2.000.000.000.000 $) frente a la rentabilidad ofrecida en ese mismo periodo por los bonos del tesoro.  La globalización se esperaba que contribuyese a reducir la volatilidad  –la incertidumbre sobre el beneficio esperado– pero en cambio ha extendido frágiles interrelaciones que han dado lugar a la aparición de un riesgo de colapso a escala global.  Esta situación se ha venido fraguando a fuego lento por la inoculación de viejas ideas reformuladas bajo halo de postmodernidad, ideas que son tan viejas como la historia de los tiranos que buscan confundir determinados intereses particulares con el bien común.  Una de esas antiguas ideas es la creencia de que la pasión por destruir es una pasión creadora. 

En economía se utiliza el oxímoron “destrucción creativa” para referirse al proceso de innovación que tiene lugar en una economía de mercado por el que, de acuerdo a Schumpeter, los emprendedores innovadores facilitan un crecimiento económico sostenido a largo plazo destruyendo el valor de compañías bien establecidas.   La destrucción entonces es necesaria como mal menor para generar un crecimiento económico sostenido a largo plazo, que sería el bien último a preservar. Y sobre esta simple idea gira la dinámica que rige la economía globalizada mundial, que constituye una de las causas fundamentales de esta crisis.    

El tonto destructor no es tonto por el hecho de destruir, sino porque al destruir atenta contra sí mismo.  La globalización ha dado lugar a dos modelos de capitalismo que se disputan la hegemonía con desigual suerte: por un lado, el modelo libertario norteamericano que representa la fórmula de mercado máximo y Estado mínimo; por otro lado, el modelo chino caracterizado por un mercado planificado por el Estado. La pugna por la híper-competitividad aboca a las sociedades desarrolladas a la destrucción del empleo y el consumo popular debido a la deslocalización de la producción, la flexibilización del trabajo y el paso de un modelo de economía productiva a un modelo de economía puramente financiera.  Estos factores deprimen el consumo interno, del que depende la mayor parte del tejido productivo de las sociedades desarrolladas.

Resulta paradójico que haya sido el propio desarrollo del modelo económico liberal el que ha desplazado el centro de poder económico hacia oriente.  Este absurdo lleva a muchos chinos a decir con ironía que si el comunismo salvó a China en 1949, el capitalismo  hizo lo propio en 1979, China salvó al comunismo en 1989 y China salvó al capitalismo en 2009.    

Los dirigentes se afanan en  lograr  que  la  realidad  se adapte  a  sus planes. Hasta cierto punto, si tienen suficiente poder pueden modificar la realidad transitoriamente, lo que les puede llevar a creerse divinidades –como cuando el presidente ejecutivo de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, en una entrevista en 2009 llegó a decir: “hago el trabajo de Dios”–. Pero cuando ya no pueden cambiar la realidad entonces se independizan de ella, falseándola y rechazándola en un proceso de apartamiento de la realidad. Como los tecnócratas sólo trabajan con el cerebro por el camino abandonan a las personas reales, los hechos reales y el conocimiento real.  Por eso la austeridad que se administra en Europa da la espalda al ciudadano común, al que se le recorta el nivel de vida y le suben los impuestos para que  las élites puedan continuar chupando plácidamente del bote.


Siguiendo un razonamiento utilitarista los esclavos son el ideal del trabajador híper-competitivo y el desmantelamiento del Estado de Bienestar que sufrimos estos días en Europa recuerda algo a los planes del Tercer Reich para los polacos: Había  que  castrarlos  culturalmente;  la enseñanza se limitaría al conocimiento de las señales de tránsito, un poco de alemán y  en  cuanto  a  la  geografía,  al  hecho  de  que  Berlín es  la  capital  de  Alemania;  la aritmética resultaba enteramente superflua. No habría atención médica, los niveles de vida  serían  bajos.  Sólo  serían  buenos para  mano  de  obra  barata  y  esclavos obedientes” (H. Picker, 1965). 
 

El bien común –encarnado por los derechos y bienestar generales– debe imponerse a las fuerzas del interés particular.  Las sociedades sólo avanzan en la medida en que las motivaciones de los individuos y sus conflictos de intereses se armonizan y equilibran. Es lo que Keynes definió como “el problema político de la humanidad”, que consiste en la búsqueda del justo equilibrio de tres objetivos interrelacionados: la eficiencia económica, la justicia social y la libertad individual.  Este dilema estuvo razonablemente resuelto durante el tercer cuarto del siglo XX, periodo en el que el Capitalismo funcionó relativamente bien precisamente porque existía un consenso sobre el papel mediador que debía jugar la sociedad del bienestar en la relación entre mercado y Estado.

 

El tonto facilitador

Con anterioridad señalamos que la organización del proceso de concentración del capital privado en pocas manos y la influencia sobre las masas para conseguir su aquiescencia con el sistema son los principales objetivos para construir y consolidar el modelo de sociedad.

La globalización con sus políticas económicas centradas en la oferta sirven al objetivo de establecer las condiciones que garantizan este ciclo de acumulación transnacional por el que el capital termina en pocas manos. Para perpetuar ese sistema en el que la información y los recursos se quedan en ciertos niveles de ingresos se necesita cubrir la sociedad con un velo de ignorancia que oculte la siempre creciente desigualdad. 

El tonto facilitador es aquel que se presta a cualquiera de estas tareas ya sea desde el ámbito de la gestión pública, desde el terreno mediático o desde la esfera académica.

La ley de Say es un principio económico que indica que no puede haber demanda sin oferta por lo que la oferta crea su propia demanda.  Una de las implicaciones más importantes de este principio es que la prosperidad aumenta si se estimula la producción y no el consumo.   Pero si la producción se orienta exclusivamente al beneficio y no hacia el uso, en un entorno de híper-competencia entre capitalistas se produce una inestabilidad en la utilización del capital y en el propio proceso de acumulación, lo que termina derivando en las crisis.

Las políticas económicas del lado-oferta están orientadas a la maximización del beneficio de los accionistas, lo que es sensato, pero limitan la responsabilidad corporativa a la consecución de ese beneficio considerando por tanto irrelevante la responsabilidad social corporativa sobre trabajadores, consumidores, pequeña empresa y la sociedad en general.  Estas políticas son implementadas por gobiernos de cualquier signo (no importa si el líder tiene bigote, ceja o barba) para favorecer directamente a los patrimonios empresariales de las élites y no necesariamente a las empresas en general, mucho menos al pequeño y mediano negocio. 

De acuerdo a la Australian Taxation Office las “grandes fortunas” o “grandes patrimonios” serían los individuos de muy altos ingresos como aquellos que disponen, directa o indirectamente (controlan de alguna forma), de un patrimonio superior a 30 millones de dólares (Ultra High Income Individuals). La fiscalidad de estas élites está muy relacionada con la tributación de las grandes empresas y de las sociedades holdings y patrimoniales que las controlan, teniendo poco que ver con el IRPF o la tributación de las pequeñas y medianas empresas.

En nuestros días prolifera una categoría de estúpido, el tonto ilustrado, que por tener un alto rango educativo y una retórica académica resulta útil para moldear la opinión pública en favor de los esquemas ideológicos dominantes.  Un ejemplo de tonto ilustrado fue Louis-Sébastien Mercier, cuya elocuencia le permitía defender sin retraimiento una posición y la contraria según dictase la conveniencia. La retórica es una herramienta que hace posible formular cualquier mensaje, lo que le servía a Mercier para defender un teatro nacional dirigido al pueblo común mientras se mostraba contrario a la difusión de la enseñanza a las masas.

El tonto ilustrado es cínico y pillo lo que no lo excluye de pertenecer a una categoría de imbécil. A diferencia del tonto simplón, que duda de todo, el tonto ilustrado se caracteriza por su arrogancia epistemológica, que se revela en su absoluta carencia de toda duda razonable, lo que lo vuelve especialmente  inútil en situaciones de incertidumbre y caos.  El tonto ilustrado es capaz de repetir como un perico la lección aprendida y convencer a muchos con su falaz discurso, pero hay una larga distancia entre el conocimiento y la comprensión de los hechos. 

Los mercier de nuestros días  ponen mucho afán racionalizador en justificar que se deba privilegiar a las élites en nombre del interés general.  Por ejemplo:

-        Se sabe que las reformas laborales persiguen preservar el beneficio de las empresas a través del abaratamiento del despido, por lo que estas reformas espolean el desempleo,  pero siempre se presentan como reformas favorecedoras del empleo;

-        Se sabe que la amnistía fiscal favorece los intereses particulares de los grandes defraudadores, que por lógica son los que acumulan grandes patrimonios, pero se presentan a la sociedad como un mal menor para que al ciudadano común sólo le suban el IVA del 18 al 21%;

-        Se sabe que el IRPF no es un buen indicador para medir la capacidad contributiva de los ciudadanos, pero se reducen los tramos de ingresos para simplificar el tratamiento fiscal de todos los ciudadanos.   

-        Se sabe que existen diversos tipos de sociedades que se someten a tipos de tributación mínimos (SICAVs, Sociedades de Fondos y Capital Riesgo al 1%),  cuando no están directamente exentas (Entidades de Tenencia de Valores Extranjeros), pero la tributación de las pequeñas y medianas empresas es homologable a la de las rentas del trabajo –aproximadamente de un 30% en sede de sociedades y de un 18% adicional cuando los beneficios se distribuyen–.

Verdaderamente creo que la mejor prueba para saber si alguien es  tonto de solemnidad es preguntarle si estas argucias tienen sentido para él. 

Volviendo a la ley de Say, uno de los escenarios en los que este principio funciona bastante bien es en el ámbito de la corrupción: para que exista corrupción no sólo es imprescindible que exista un corruptor, sino que la oferta del corruptor por si sóla es capaz de generar corruptos.  De ahí que las políticas anti-corrupción que se limitan a reprimir al corrupto ignorando que también hay corruptores estén destinadas al fracaso.  La corrupción es una red de circunstancias e intereses trenzada en beneficio de esas élites facilitada por la podredumbre de espíritu y futilidad moral de nuestros líderes de hoy.

Puesto que ciertas áreas de actividad pública representan una oportunidad de negocio para ciertos intereses privados, el liberalismo idea imaginativas formas de colaboración o permeabilización entre lo público y lo privado.

La corrupción de guante blanco normalmente adopta fórmulas legalizadas. Por ejemplo, los políticos promueven privatizaciones de empresas o servicios públicos con la promesa de una mayor competitividad y/o una gestión más eficiente de los recursos públicos, pero rara vez esas privatizaciones mejoran o abaratan los servicios públicos –salvo que el político de turno enmascare ese déficit  en la forma de subvención con fondos públicos–. Las privatizaciones se enmarcan dentro de las políticas de la economía del lado-oferta pues persiguen dos logros: por un lado los gestores privados, como cabe esperar, centran su gestión en el logro del beneficio para los accionistas y, por otro lado, las empresas privatizadas se convierten en destino dorado de los mismos políticos que promovieron esas (u otras) privatizaciones. Se podría pensar ingenuamente que estas empresas no tratan de recompensar favores prestados sino que incorporan talento, pero esta tesis no se sostiene cuando vemos el grado de incompetencia  y nulidad de estos talentos capaces de arruinar incluso empresas que ejercen el monopolio. Un caso paradigmático es la privatización de la banca pública española y las retribuciones millonarias a consejeros ajenos a la materia que reconocen votaban unas cuentas que siquiera habían leído.

La corrupción de guante blanco en otras ocasiones consiste en desarrollar marcos legislativos a la medida de intereses privados concretos, lo que genera un ambiente propicio para atraer la inversión sin que preocupe la procedencia de esos fondos (Eurovegas).

Pero posiblemente el mayor error cometido por la corrupción de guante blanco vino del afán por allanar el camino a la acumulación, cuando eliminaron los límites y controles al endeudamiento de los bancos y las grandes corporaciones, lo que explica por qué precisamente la época en la que se han generado más desigualdades haya coincidido con las más graves dificultades de financiación de los Estados. Los políticos hoy se debaten entre los partidarios de una huida hacia adelante basada en el crecimiento ficticio a través de la creación de nuevo dinero que inyectar en la economía en estado de metástasis, o bien los partidarios de sacar dinero del erario público  para entrar directamente en el capital de sociedades insolventes, para avalar con deuda sénior del Estado las emisiones de deuda de sociedades sobre-apalancadas o para adquirir bonos que se convertirán en acciones cuando la situación de insolvencia obligue a ello.

 
Pero estabilizar las variables macroeconómicas inflación y déficit fiscal a costa de los ciudadanos en general, y de los contribuyentes en particular, implica castigar el crecimiento económico.   El gasto público, en particular la inversión pública productiva, tiene un efecto multiplicador sobre la renta nacional por lo que su reducción impacta negativamente en el crecimiento económico. Por otro lado, se supone que el retiro del Estado fomenta la inversión privada,  pero la fuerte reducción de la inversión privada hoy en Alemania, la misma que se erige como paradigma de la austeridad, pone de manifiesto que esto tampoco es siempre cierto.  Sin embargo, a pesar de estas evidencias el modelo económico liberal insiste en promover recortes en las prestaciones de servicios públicos esenciales para el ciudadano como la cobertura sanitaria, la educación, las pensiones o el desempleo, porque estas áreas de la actividad económica no interesan a la iniciativa privada, a razón de su reducida rentabilidad o porque se requieren grandes inversiones solo recuperables en el largo plazo. Pero como quiera que el gasto público subsidia el consumo popular, su reducción provoca el desplome de los ingresos fiscales y el desequilibrio de las cuentas públicas, lo que provoca la retroalimentación del ciclo perverso en el que se encuentra sumida Europa.

 
La persistencia de la corrupción de guante blanco no se entendería si no se infiltrase aguas abajo por las arterias del propio sistema de financiación de los partidos políticos, que logran así una cohesión sólida y “sobre-cogedora” entre sus filas.  

Los tontos facilitadores durante mucho tiempo se han creído impunes. Sin embargo, hoy se muestran confusos. Nos dicen que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», que «no hay más remedio», que «es por nuestro bien», tratando de diluir las responsabilidades y conseguir nuestro consentimiento mientras se capea el temporal, pero de igual modo que es un error de necios pensar que del hoyo se sale cavando, es un error fundamental pretender que el desarrollo económico pueda ser independiente del desarrollo humano.

Los auténticos piratas de nuestro tiempo no son, como nos intentan hacer creer los medios de comunicación de masas,  los jóvenes que descargan de Internet contenidos protegidos por derechos de autor, sino aquellos que esquilman, permiten o amparan la expoliación de lo público.  La impunidad se les termina.


El tonto indiferente
 

 
Nuestro modelo de desarrollo socioeconómico se funda sobre absurdas suposiciones como que el desarrollo económico pueda ser independiente del desarrollo humano –la híper-competencia conduce a un desperdicio de capital humano, parados y trabajadores mal pagados que no proporcionan un mercado rentable  o que el crecimiento exponencial se pueda mantener sine die –incluso los primeros economistas como Adam Smith sabían que la disponibilidad de los recursos viene limitada por leyes físicas por lo que un crecimiento porcentual constante no puede sostenerse indefinidamente. Mientras la ciencia busca comprender el mundo, el objetivo de la economía parece ser que la mayoría no la comprenda, de ahí que los tontos facilitadores del ámbito académico encuentren incentivos para desarrollar la complejidad y el enrevesamiento partiendo de premisas que contradicen la realidad.

 
La ignorancia es una característica común de toda sociedad basada en el poder abusivo pues éstas se sostienen sólo mientras el juicio del vulgo permanezca nublado. Por este motivo una sociedad basada en el poder abusivo tiende a debilitar la independencia, la integridad y la facultad crítica de sus miembros inundándolos de estímulos especialmente indicados para restringir el desarrollo de la personalidad, lo que estimula la pasividad, la pereza, la mediocridad y, por consiguiente, el conformismo de los miembros sometidos. De ahí que la actitud de la mayoría ante los problemas de la sociedad sea de indiferencia.  

La manipulación psicológica de la población mediante técnicas que apelan al subconsciente posibilita que las personas se hagan receptivas a la estimulación artificial de la demanda –haciendo buena la ley de Say– ya sea mediante la publicidad o mediante la manipulación político-mediática.  Para que la sociedad de consumo funcione bien necesita unos individuos que cooperen dócilmente y siempre deseen consumir, con gustos estandarizados para que puedan ser fácilmente influidos y anticipados. Estos hombres se conducen sin líderes, sin fuerza y sin ninguna meta.  Si se puede engañar a muchos durante mucho tiempo es porque a los engañados no les importa que los engañen.

Algunos individuos son complacientes con el sistema porque viven bastante bien, al menos de momento, así que pueden permitirse el “optimismo” aunque la crisis amenace el futuro de sus nietos. Cualquier exigencia interna es excusada porque todo funciona debidamente y no es necesario hacer nada.


Otros individuos son pesimistas pero tampoco se comprometen  porque viven no menos cómodamente que los optimistas. Su pesimismo funciona como mecanismo de protección ante toda exigencia interior de hacer algo y se justifican convenciéndose de que nada se puede hacer.  


Unos y otros no son muy diferentes a la luz de su actitud y compromiso con el destino de nuestra sociedad contemporánea, pues eluden buscar  toda  posibilidad  de  acción dentro del campo de las opciones reales.


Una de las trampas del consumismo es la aparente  libertad  de  escoger  entre   muchos  artículos  que  se  hacen  pasar  por  diferentes. Esto funciona también en el campo ideológico porque la amputación de la conciencia social de los individuos hace que a efectos prácticos la política quede reducida a cambiar el collar del mismo perro y éste es el principal peligro de que el dominio del capital se imponga a los principios democráticos que amparan y legitiman nuestra sociedad.

Si la democracia  se reduce a votar cada 4 años ésta pierde su legitimidad convirtiéndose en un mero concepto retórico carente de todo sentido práctico.  La sabiduría nos ha enseñado que la libertad que proviene del libre albedrío o de las malas pasiones no es libertad, pues nos esclaviza y empaña nuestro entendimiento; ¿acaso las piedras que ruedan cuesta abajo son libres?, ¿acaso es libre el alcohólico por elegir la marca del whisky que bebe?. La verdadera libertad reside en la razón pues es la razón la que nos libera y nos aleja de las pulsiones egoístas. Precisamente para preservarla, la libertad no debe ser apartada del bien común, pues de otro modo corremos el peligro de terminar cediéndola a cambio de seguridad y orden.

Por eso no hay posición segura entre optimistas y pesimistas. La virtud no está en la tiranía del término medio sino en el logro de un equilibrio armonioso entre eficiencia económica, justicia social y libertad individual.   Para ello tenemos que promover cambios profundos en nuestra estructura económica, social y  política que corrijan la vigente anarquía económica poniendo límites a la acumulación insensata de riqueza, poder y deuda. Así mismo, también es necesario que cambiemos nuestros valores, nuestro concepto de las metas del hombre y nuestra conducta personal a fin de que superemos lo que Thorstein Veblen llamó "la fase depredadora" del desarrollo humano. Hay que ser radical en el empeño de evitar la catástrofe final, liberándonos de las cadenas del consumismo, despertando del autoengaño colectivo fomentado a base de maléficas dosis de telebasura que transforman en virtud la aspiración postmoderna del “triunfo sin esfuerzo”, respondiendo con desobediencia civil contra esta democracia de los bancos y las corporaciones en la que los ciudadanos no tenemos una participación real en las decisiones que nos incumben.  Como dijo Louis D. Brandeis: “podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en muy pocas manos, pero no las dos cosas a la vez”.

2 comentarios:

jose a gallego dijo...

Enhorabuena por este y otros artículos. En ocasiones un poco tendenciosos y condescendientes con la responsabilidad de la -llamada- izquierda en algunos de los problemas que nos afectan. Pero en general artículos que reflexionan libres sobre la realidad.
Y los bares llenos de diarios deportivos...

Ignoto dijo...

José, muchas gracias por tu perspicaz comentario. En general, trato de expresar mis opiniones sin caer en la ilusión de creer que estoy en posesión de la verdad, pero para poder tratar estos temas con claridad y simplicidad he de expresarme de manera algo dogmática. De lo que disiento es que mis opiniones sean complacientes con la izquierda, que por otro lado no existe como categoría general. Lo que sí admito es mi convencimiento de que el camino para resolver los grandes males que enfrentamos en estos tiempos pasa por orientar nuestro sistema hacia metas sociales. Lo dicho, aprecio mucho tus observaciones.