La situación del mundo en general –y
la de España en particular– es
deplorable y no puedo evitar relacionar ese hecho con la estupidez humana. La estupidez es un elemento esencial para
comprender cómo y por qué hemos llegado a esta situación de crisis sistémica
global.
La estupidez, que es consustancial al
ser humano, es contagiosa y se puede cultivar, imitar, tolerar y hasta admirar.
Es por ello que el hombre a lo largo de la historia ha tenido que convivir con
ella. Ya en el Siglo VIII a.C. el
profeta Isaías decía: «El
buey conoce a su dueño y el asno el
pesebre de su señor: Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento». A la luz de nuestra
creciente capacidad tecnológica para almacenar y difundir la información cabría
esperar que la estupidez se hubiese confinado en un limitado reducto de
nuestras modernas sociedades, pero del mismo modo que demasiada luz puede
cegar, aunque formalmente hemos pasado del paradigma de la Sociedad de la
Información a la Sociedad del Conocimiento, seguimos sin tener entendimiento y
a lo sumo somos lo que Fromm denominaba mesodidactas, hombres enseñados a
medias a los que les falta alcanzar “la
comprensión” sobre el conocimiento adquirido. Por ello
al mirar a nuestro alrededor comprobamos cómo la estupidez sigue campando a sus
anchas entre nosotros hasta el punto de que parece que en el mundo ya no cabe
un tonto más. Esta podría ser una cuestión jocosa si no fuera porque la estupidez también tiene un lado grotesco
que, llevado al extremo de la destructividad, acarrea
catastróficas consecuencias que a muchos nos impiden vivir, como sería nuestro
deseo, una vida serena y apacible a pesar de haber obrado con honradez,
laboriosidad y responsabilidad. Por eso
estamos desorientados y agobiados ante la incertidumbre de vivir en una
sociedad que ha generado gravísimos problemas sociales que no sólo no se
resuelven sino que se agudizan sin que haya una participación ciudadana real en
las decisiones políticas, sumidos en una pestilente corrupción
político-corporativa que amenaza nuestro futuro en sociedad.
AI empezar este artículo sobre la estupidez en el contexto de la
actual crisis subestimé las dificultades con que tropezaría al tratar de hacer
una exposición general de este asunto pero sin caer en excesiva simplificación.
Precisamente porque hay muchos
tipos de tontos no puede
hacerse una declaración
general al respecto, así que debemos referirnos a cada
tipo de tonto en términos específicos. Dejando
al margen al tipo de tonto simplón o vulgar –cualquiera que crea que la
educación resulta cara no comprende el coste oculto de la ignorancia, tanto
para el individuo como para la sociedad–, a grandes rasgos
podemos establecer una primera categorización en el contexto de la crisis distinguiendo entre el tonto destructor, el
tonto facilitador y el tonto indiferente.
El tonto destructor
De las múltiples formas que puede adoptar la
estupidez humana, sin duda su máxima y más peligrosa expresión es aquella que
conlleva la autodestrucción, cuando guiados por un estrecho interés particular actuamos ignorando las
consecuencias de nuestra acción en su globalidad.
En palabras del Premio Nobel Nikolaas Tinbergen: “el hombre es la única especie que
asesina en masa, el único que no se adapta a su propia sociedad”. Sin embargo, esto no fue siempre así pues, de
hecho, el hombre
prehistórico –que vivía de la caza y la recolección– se distinguía por un
mínimo de destructividad y un máximo de cooperación y compartición en aras de
un bien común: la supervivencia.
Las relaciones sociales de las que participamos, cualquiera que
sea el ámbito en el que éstas se desarrollen,
consisten en buena medida en la gestión de las motivaciones y
desincentivos de los individuos para cooperar en pos del bien común. Esa
cooperación entre individuos no es algo que nos haya sido impuesto, sino que es
una necesidad que guarda relación con la propia supervivencia del individuo y
la especie humana. Sin embargo, en el proceso evolutivo los humanos aún no
hemos adquirido por genética un sentido colectivo del bien común, así que
estamos expuestos al peligro de actuar en contra del bien común aferrándonos
a esquemas equivocados.
Sobre un mismo individuo actúan diferentes motivaciones, tanto
materiales como intangibles. Para contrarrestar el interés particular cuando es
contrario al bien común recurrimos a la ética y los valores universales, pero
estas herramientas no son suficientes para contrarrestar las pulsiones
descontroladas por lo que nos dotamos de regulación para establecer límites
y delegamos en un tercero la autoridad
para dirimir responsabilidades. Sería
esta la razón de ser del Estado.
Suponemos que una sociedad basada en el poder abusivo debería ser
fácil de identificar pues su carácter destructivo sería reconocible desde
lejos, pero aunque estas sociedades existen, son raras. La gran falacia que nos
impide reconocer esas sociedades antes de que revelen su verdadero rostro radica
en la creencia de que los hombres destructores y malos que perpetran los abusos
de poder tienen que parecer demonios y deben carecer de toda cualidad
positiva. El hombre desprovisto de todo
atisbo de generosidad y buena intención es una anomalía así que es mucho más
frecuente encontrar psicópatas cotidianos o –para no entrar
en etiquetas psiquiátricas que oscurecen el problema moral del mal– individuos con una cara amable, cortes, familiar,
amante de los niños y de los animales
que incurren en comportamientos psicopáticos. El mismo Hitler según testimonios de
algunos que lo trataron de cerca mostraba sentimientos de humanidad, aunque
fuesen atisbos muy ocasionales.
La acumulación de demasiado poder
en las manos equivocadas puede provocar
que mueran millones
de personas, ya sea por las balas
o de hambre. De acuerdo a Fromm “el hombre ordinario con poder extraordinario
es el principal peligro para la humanidad y no el malvado o el sádico”. No hay que olvidar que Hitler no exterminó
por sí solo a millones de judíos. De hecho Hitler jamás estuvo presente en un
asesinato ni en una ejecución (Röhm sabía lo que decía cuando pidió antes de
que lo ejecutaran que viniera el Führer en persona a dispararle). Hitler no estaba solo pues contaba con miles
de hombres que mataban por él y lo hacían no sólo voluntariamente, sino
complacientemente. El individuo mediocre y pobre de espíritu
puede encontrar alivio en la destrucción: “mal de todos, consuelo de bobos”,
pero el verdadero problema surge cuando es éste quien dicta las normas de la
psicología de masas.
La pasión megalómana de Hitler por reconstruir edificios y ciudades
estaba relacionada con su pasión por destruir en la medida en que sus planes
para reconstruir eran una excusa para antes destruir. Hitler tenía el
talento necesario para apelar
a las grandes masas y lograr que ideas que
antes parecían "locas" resultasen
"cabales": "Tiene
que impedirse que
las personas defectuosas se
propaguen y tengan
una descendencia igualmente
defectuosa… Porque si es necesario, los enfermos incurables habrán de
ser segregados sin piedad… medida bárbara
para el desdichado
a quien afecta,
pero muy benéfica
para sus congéneres y para la posteridad." (A. Hitler,
1943). El carácter destructor se justifica porque es necesario para sanar, del mismo modo que un
cirujano libre de falsos sentimentalismos cortaría en carne viva para extirpar
un tumor.
Pero además de persuadir, Hitler tenía la malicia
para organizar las masas encauzando la destructividad humana. La destructividad
y la crueldad a gran escala surgieron con la generación de grandes excedentes
resultado del aumento de la productividad y la división del trabajo, lo que
fundó la necesidad de constituir grandes Estados con sus jerarquías y élites. Esas jerarquías y élites disponen de margen
para ejercer el poder y cuanto mayor es ese margen tanto más probable será que
ejerzan el poder de manera irresponsable y abusiva. La clave
para reconocer las tiranías no estriba en encontrar cuernos diabólicos sino en
la acumulación de demasiada riqueza y poder en muy pocas manos.
Especialmente
durante los últimos treinta años nuestra sociedad liberal-demócrata ha generado
una desigualdad extrema sin parangón en ningún otro momento de la historia de
la humanidad: hoy en día, cuando la población de la Tierra es mayor que
nunca, el 1% de la población ha llegado a poseer la misma riqueza que el 90% de
menores ingresos. La consecuencia de ese
extremo desequilibrio es que ese 1%, a través de su capital e inversiones,
decide y arbitrariamente impone a los Estados la política económica de las
naciones
con tal suerte que nuestras economías occidentales se han transformado en auténticas
plutonomías, es decir, sistemas económicos dominados por los muy ricos
donde
el libre mercado decide por los ciudadanos.
En el ADN del
liberalismo económico está limitar las funciones del Estado a la provisión de ley
y orden –de éstas no se puede prescindir ya que sin ellas el propio sistema no
se podría perpetuar– dejando todo lo
demás en manos del libre mercado.
El modelo de pensamiento económico liberal escuda la insaciable voracidad del
homo-economicus, que siempre busca obtener el mayor beneficio posible,
parapetados detrás de una estrecha noción de la libertad que legitima todo. El liberalismo libertario o
libertarismo es la corriente de pensamiento político que asume la defensa
racional del capitalismo y del individualismo adoptando la ética objetivista de
Ayn Rand. El libertarismo resulta
ideológicamente confuso pues surgió como una facción contracultural y
antisistema de la derecha basada en valores antiautoritarios compartidos tanto
por la izquierda antimperialista como por la derecha anticomunista. Ese signo
antisocial se traduce en que el libertario no
considera la dependencia de la sociedad como un hecho positivo, una fuerza protectora,
sino como algo que amenaza sus derechos naturales y su existencia económica, lo
que moldea un carácter destructivo que se hace patente en alguno de sus
postulados: el egoísmo es una virtud y el altruismo es inmoral, el orgullo es
una virtud y la humildad es un vicio, el extremismo es bueno frente al culto al
término medio, el sacrificio personal siempre es inmoral, no existen los
derechos positivos (derecho al trabajo, a la vivienda, a la atención
sanitaria...) y sólo se reconocen los
derechos negativos (vida, libertad y propiedad). A pesar de que el propio movimiento
objetivista fue acusado de ser una secta destructiva, este endeble marco
moralista les vale a los libertarios para pregonar su
cordura justificando su autocomplacencia con la irresponsabilidad social
y los comportamientos psicopáticos que imperan en nuestra sociedad globalizada.
Sin embargo, el libertarismo no ha visto el peligro de la anarquía económica
que trae consigo permitir la acumulación de riqueza y poder sin límites.
Sobre los peligros
de la anarquía económica Albert Einstein hizo una exposición magistral: “La anarquía económica de la sociedad
capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente del
mal… El capital
privado tiende a concentrarse en pocas manos, en parte debido a la competencia
entre los capitalistas y en parte porque el desarrollo tecnológico y el aumento
de la división del trabajo animan la formación de unidades de producción más
grandes a expensas de las más pequeñas. El resultado de este proceso es una
oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con
eficacia incluso en una sociedad organizada políticamente de forma democrática.
Esto es así porque los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados
por los partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de otra
manera por los capitalistas privados quienes, para todos los propósitos
prácticos, separan al electorado de la legislatura. La consecuencia es que los
representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de
los grupos no privilegiados de la población. Por otra parte, bajo las
condiciones existentes, los capitalistas privados inevitablemente controlan,
directamente o indirectamente, las fuentes principales de información (prensa,
radio, educación). Es así extremadamente difícil, y de hecho en la mayoría de
los casos absolutamente imposible, para el ciudadano individual obtener
conclusiones objetivas y hacer un uso inteligente de sus derechos políticos”. Más adelante nos detendremos en estos dos
elementos clave que identifica Einstein: organización del proceso de
concentración del capital privado en pocas manos e influencia sobre las
masas para la validación del sistema.
Los tiranos de hoy en día son los mercados y se
diferencian de los de antaño en que éstos no tienen un rostro visible, tan sólo
sabemos que representan los intereses particulares de bancos, fondos de
inversión, compañías de seguros, empresas, gobiernos, organismos oficiales,
fondos patrimoniales soberanos, planes de pensiones, fundaciones y hasta
organizaciones benéficas. Los mercados incluso tienen participación en las
principales agencias de calificación crediticia como Moody's y McGraw Hill
(Standard & Poors). Los mercados no revelan su rostro y acumulan demasiado poder, tanto que
una única gestora –BlackRock, la considerada mayor empresa de gestión de activos del mundo– por si
sóla controla activos por un valor equivalente al PIB anual de la cuarta
economía del mundo (3,36 billones de dólares).
Esta situación de anarquía económica entraña un riesgo de colapso
a escala global que amenaza la economía mundial. Permítanme un dato: en
los últimos 12 años los inversores en la bolsa estadounidense han perdido más
de 2 billones de dólares (billones contabilizados a la española, de 12 ceros,
2.000.000.000.000 $) frente a la rentabilidad ofrecida en ese mismo periodo por
los bonos del tesoro. La globalización
se esperaba que contribuyese a reducir la volatilidad –la incertidumbre sobre el beneficio
esperado– pero en cambio ha extendido frágiles interrelaciones que han dado
lugar a la aparición de un riesgo de colapso a escala global. Esta situación se ha venido fraguando a fuego
lento por la inoculación de viejas ideas reformuladas bajo halo de postmodernidad,
ideas que son tan viejas como la historia de los tiranos que buscan confundir
determinados intereses particulares con el bien común. Una de esas antiguas ideas es la creencia de
que la pasión por destruir es una pasión creadora.
En economía se
utiliza el oxímoron “destrucción creativa” para referirse al proceso de
innovación que tiene lugar en una economía de mercado por el que, de acuerdo a
Schumpeter, los emprendedores innovadores facilitan un crecimiento económico
sostenido a largo plazo destruyendo el valor de compañías bien
establecidas. La destrucción entonces
es necesaria como mal menor para generar un crecimiento económico sostenido a
largo plazo, que sería el bien último a preservar. Y sobre esta simple idea
gira la dinámica que rige la economía globalizada mundial, que constituye una
de las causas fundamentales de esta crisis.
El tonto destructor no es tonto por el hecho de destruir, sino porque al
destruir atenta contra sí mismo. La
globalización ha dado lugar a dos modelos de capitalismo que se disputan la
hegemonía con desigual suerte: por un lado, el modelo libertario norteamericano
que representa la fórmula de mercado máximo y Estado mínimo; por otro lado, el
modelo chino caracterizado por un mercado planificado por el Estado. La
pugna por la híper-competitividad aboca a las sociedades desarrolladas a
la destrucción del empleo y el consumo popular debido a la deslocalización
de la producción, la flexibilización del trabajo y el paso de un modelo de
economía productiva a un modelo de economía puramente financiera. Estos factores deprimen el consumo interno,
del que depende la mayor parte del tejido productivo de las sociedades
desarrolladas.
Resulta paradójico que haya sido el propio desarrollo del
modelo económico liberal el que ha desplazado el centro de poder económico
hacia oriente. Este absurdo lleva a
muchos chinos a decir con ironía que si el comunismo salvó a China en 1949, el
capitalismo hizo lo propio en 1979,
China salvó al comunismo en 1989 y China salvó al capitalismo en 2009.
Los
dirigentes se afanan en lograr que
la realidad se adapte
a sus planes. Hasta cierto
punto, si tienen suficiente poder pueden modificar la realidad
transitoriamente, lo que les puede llevar a creerse divinidades –como cuando el
presidente ejecutivo de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, en una entrevista en
2009 llegó a decir: “hago el trabajo de Dios”–. Pero cuando ya no pueden cambiar la realidad
entonces se independizan de ella, falseándola y rechazándola en un proceso de
apartamiento de la realidad. Como los tecnócratas
sólo trabajan con el cerebro por el camino abandonan a las personas reales,
los hechos reales y el conocimiento real. Por eso la austeridad que se administra
en Europa da la espalda al ciudadano común, al que se le recorta el nivel de
vida y le suben los impuestos para que las élites puedan continuar chupando
plácidamente del bote.
Siguiendo
un razonamiento utilitarista los esclavos son el ideal del trabajador
híper-competitivo y el desmantelamiento del Estado de Bienestar que sufrimos estos
días en Europa recuerda algo a los planes del Tercer Reich para los polacos: “Había que
castrarlos culturalmente; la enseñanza se limitaría al conocimiento de
las señales de tránsito, un poco de alemán y
en cuanto a
la geografía, al
hecho de que
Berlín es la capital
de Alemania; la aritmética resultaba enteramente
superflua. No habría atención médica, los niveles de vida serían
bajos. Sólo serían
buenos para mano de
obra barata y
esclavos obedientes” (H. Picker, 1965).
El bien
común –encarnado por los derechos y bienestar generales– debe imponerse a las
fuerzas del interés particular. Las
sociedades sólo avanzan en la medida en que las motivaciones de los individuos
y sus conflictos de intereses se armonizan y equilibran. Es lo que Keynes definió como “el problema
político de la humanidad”, que consiste en la búsqueda del justo equilibrio de
tres objetivos interrelacionados: la eficiencia económica, la justicia social y
la libertad individual. Este dilema
estuvo razonablemente resuelto durante el tercer cuarto del siglo XX, periodo
en el que el Capitalismo funcionó relativamente bien precisamente porque
existía un consenso sobre el papel mediador que debía jugar la sociedad
del bienestar en la relación entre mercado y Estado.
El tonto facilitador
Con anterioridad
señalamos que la organización del proceso de concentración del capital privado en
pocas manos y la influencia sobre las masas para conseguir su
aquiescencia con el sistema son los principales objetivos para construir y
consolidar el modelo de sociedad.
La globalización con sus políticas económicas centradas en
la oferta sirven al objetivo de establecer las condiciones que garantizan este
ciclo de acumulación transnacional por el que el capital termina en pocas
manos. Para perpetuar ese sistema en el que la información y los recursos se quedan en ciertos
niveles de ingresos se necesita cubrir la sociedad con un velo de ignorancia
que oculte la siempre creciente desigualdad.
El tonto facilitador es aquel que se presta a cualquiera de
estas tareas ya sea desde el ámbito de la gestión pública, desde el terreno mediático
o desde la esfera académica.
La ley de Say es un principio económico que indica que no
puede haber demanda sin oferta por lo que la oferta crea su propia
demanda. Una de las implicaciones más
importantes de este principio es que la prosperidad aumenta si se estimula la
producción y no el consumo. Pero si la
producción se orienta exclusivamente al beneficio y no hacia el uso, en un
entorno de híper-competencia entre capitalistas se produce una inestabilidad en
la utilización del capital y en el propio proceso de acumulación, lo que
termina derivando en las crisis.
Las políticas económicas del lado-oferta están orientadas a
la maximización del beneficio de los accionistas, lo que es sensato, pero
limitan la responsabilidad corporativa a la consecución de ese beneficio
considerando por tanto irrelevante la responsabilidad social corporativa sobre
trabajadores, consumidores, pequeña empresa y la sociedad en general. Estas políticas son implementadas por
gobiernos de cualquier signo (no importa si el líder tiene bigote, ceja o
barba) para favorecer directamente a los patrimonios empresariales de
las élites y no necesariamente a las empresas en general, mucho menos al
pequeño y mediano negocio.
De acuerdo a la Australian Taxation Office las “grandes
fortunas” o “grandes patrimonios” serían los individuos de muy altos ingresos
como aquellos que disponen, directa o indirectamente (controlan de alguna
forma), de un patrimonio superior a 30 millones de dólares (Ultra High Income
Individuals). La fiscalidad de estas élites está muy relacionada con la
tributación de las grandes empresas y de las sociedades holdings y patrimoniales
que las controlan, teniendo poco que ver con el IRPF o la tributación de las
pequeñas y medianas empresas.
En nuestros días prolifera una categoría de estúpido, el
tonto ilustrado, que por tener un alto rango educativo y una retórica académica
resulta útil para moldear la opinión pública en favor de los esquemas
ideológicos dominantes. Un ejemplo
de tonto ilustrado fue Louis-Sébastien
Mercier,
cuya elocuencia le permitía defender sin retraimiento una posición y la contraria
según dictase la conveniencia. La retórica es una herramienta que hace posible
formular cualquier mensaje, lo que le servía a Mercier para defender un teatro
nacional dirigido al pueblo común mientras se mostraba contrario a la difusión
de la enseñanza a las masas.
El tonto ilustrado es cínico y pillo lo que no lo excluye de
pertenecer a una categoría de imbécil. A diferencia del tonto simplón, que duda
de todo, el tonto ilustrado se caracteriza por su arrogancia epistemológica,
que se revela en su absoluta carencia de toda duda razonable, lo que lo vuelve
especialmente inútil en situaciones de
incertidumbre y caos. El tonto ilustrado
es capaz de repetir como un perico la lección aprendida y convencer a muchos
con su falaz discurso, pero hay una larga distancia entre el conocimiento y la
comprensión de los hechos.
Los mercier de nuestros días ponen
mucho afán racionalizador en justificar que se deba privilegiar a las
élites en nombre del interés general.
Por ejemplo:
-
Se sabe que las reformas laborales persiguen
preservar el beneficio de las empresas a través del abaratamiento del despido,
por lo que estas reformas espolean el desempleo, pero siempre se presentan como reformas favorecedoras
del empleo;
-
Se sabe que la amnistía fiscal favorece los
intereses particulares de los grandes defraudadores, que por lógica son los que
acumulan grandes patrimonios, pero se presentan a la sociedad como un mal menor
para que al ciudadano común sólo le suban el IVA del 18 al 21%;
-
Se sabe que el IRPF no es un buen indicador para
medir la capacidad contributiva de los ciudadanos, pero se reducen
los tramos de ingresos para simplificar el tratamiento fiscal de todos los
ciudadanos.
-
Se sabe que existen diversos tipos de sociedades
que se someten a tipos de tributación mínimos (SICAVs, Sociedades de Fondos y
Capital Riesgo al 1%), cuando no están
directamente exentas (Entidades de Tenencia de Valores Extranjeros), pero la
tributación de las pequeñas y medianas empresas es homologable a la de las
rentas del trabajo –aproximadamente de un 30% en sede de sociedades y de un 18%
adicional cuando los beneficios se distribuyen–.
Verdaderamente creo que la mejor prueba para saber si
alguien es tonto de solemnidad es
preguntarle si estas argucias tienen sentido para él.
Volviendo a la ley de Say, uno de los escenarios en los que
este principio funciona bastante bien es en el ámbito de la corrupción: para
que exista corrupción no sólo es imprescindible que exista un corruptor, sino
que la oferta del corruptor por si sóla es capaz de generar corruptos. De ahí que las políticas anti-corrupción que
se limitan a reprimir al corrupto ignorando que también hay corruptores estén
destinadas al fracaso. La corrupción es
una red de circunstancias e intereses trenzada en beneficio de esas élites
facilitada por la podredumbre de espíritu y futilidad moral de nuestros líderes
de hoy.
Puesto que ciertas áreas de actividad pública representan
una oportunidad de negocio para ciertos intereses privados, el liberalismo idea
imaginativas formas de colaboración o permeabilización entre lo público y lo
privado.
La corrupción de guante blanco normalmente adopta fórmulas
legalizadas. Por ejemplo, los políticos promueven privatizaciones de
empresas o servicios públicos con la promesa de una mayor competitividad y/o
una gestión más eficiente de los recursos públicos, pero rara vez esas
privatizaciones mejoran o abaratan los servicios públicos –salvo que el
político de turno enmascare ese déficit
en la forma de subvención con fondos públicos–. Las privatizaciones se
enmarcan dentro de las políticas de la economía del lado-oferta pues persiguen
dos logros: por un lado los gestores privados, como cabe esperar, centran su
gestión en el logro del beneficio para los accionistas y, por otro lado, las
empresas privatizadas se convierten en destino dorado de los mismos políticos
que promovieron esas (u otras) privatizaciones. Se podría pensar ingenuamente
que estas empresas no tratan de recompensar favores prestados sino que incorporan
talento, pero esta tesis no se sostiene cuando vemos el grado de
incompetencia y nulidad de estos
talentos capaces de arruinar incluso empresas que ejercen el monopolio. Un caso
paradigmático es la privatización de la banca pública española y las retribuciones
millonarias a consejeros ajenos a la materia que reconocen votaban unas cuentas
que siquiera habían leído.
La corrupción de guante blanco en otras ocasiones consiste en
desarrollar marcos legislativos a la medida de intereses privados concretos, lo
que genera un ambiente propicio para atraer la inversión sin que preocupe la
procedencia de esos fondos (Eurovegas).
Pero posiblemente el mayor
error cometido por la corrupción de guante blanco vino del afán por allanar el
camino a la acumulación, cuando eliminaron los límites y controles al
endeudamiento de los bancos y las grandes corporaciones, lo que explica por qué
precisamente la época en la que se han generado más desigualdades haya
coincidido con las más graves dificultades de financiación de los Estados.
Los políticos hoy se debaten entre los partidarios de una huida hacia adelante
basada en el crecimiento ficticio a través de la creación de nuevo dinero que
inyectar en la economía en estado de metástasis, o bien los partidarios de
sacar dinero del erario público para
entrar directamente en el capital de sociedades insolventes, para avalar con
deuda sénior del Estado las emisiones de deuda de sociedades sobre-apalancadas
o para adquirir bonos que se convertirán en acciones cuando la situación de
insolvencia obligue a ello.
Pero estabilizar las
variables macroeconómicas inflación y déficit fiscal a costa de los ciudadanos
en general, y de los contribuyentes en particular, implica castigar el
crecimiento económico. El gasto
público, en particular la inversión pública productiva, tiene un efecto
multiplicador sobre la renta nacional por lo que su reducción impacta
negativamente en el crecimiento económico. Por otro lado, se supone
que el retiro del Estado fomenta la inversión privada, pero la fuerte reducción de la inversión
privada hoy en Alemania, la misma que se erige como paradigma de la austeridad,
pone de manifiesto que esto tampoco es siempre cierto. Sin embargo, a pesar de estas evidencias el modelo
económico liberal insiste en promover recortes en las prestaciones de
servicios públicos esenciales para el ciudadano como la cobertura sanitaria, la
educación, las pensiones o el desempleo, porque estas áreas de la actividad económica no
interesan a la iniciativa privada, a razón de su reducida rentabilidad o porque
se requieren grandes inversiones solo recuperables en el largo plazo.
Pero como
quiera que el gasto público subsidia el consumo popular, su reducción
provoca el desplome de los ingresos fiscales y el desequilibrio de las cuentas
públicas, lo que provoca la retroalimentación del ciclo perverso en el que se
encuentra sumida Europa.
La persistencia de la corrupción de guante blanco no
se entendería si no se infiltrase aguas abajo por las arterias del propio
sistema de financiación de los partidos políticos, que logran así una cohesión
sólida y “sobre-cogedora” entre sus filas.
Los tontos facilitadores durante mucho tiempo se han creído
impunes. Sin embargo, hoy se muestran confusos. Nos dicen que «hemos vivido por encima de
nuestras posibilidades», que «no hay más remedio», que «es por nuestro bien», tratando de diluir las
responsabilidades y conseguir nuestro consentimiento mientras se capea el
temporal, pero de igual modo que es un error de necios
pensar que del hoyo se sale cavando, es un error fundamental pretender que
el desarrollo económico pueda ser independiente del desarrollo
humano.
Los auténticos piratas de nuestro tiempo no son, como
nos intentan hacer creer los medios de comunicación de masas, los jóvenes que descargan de Internet
contenidos protegidos por derechos de autor, sino aquellos que esquilman,
permiten o amparan la expoliación de lo público. La impunidad se les termina.
El
tonto indiferente
Nuestro modelo de
desarrollo socioeconómico se funda sobre absurdas suposiciones como que el desarrollo económico pueda ser independiente del desarrollo humano
–la híper-competencia conduce a un desperdicio de capital humano,
parados y trabajadores mal pagados que no proporcionan un mercado rentable– o que el
crecimiento exponencial se pueda mantener sine die –incluso los primeros economistas como
Adam Smith sabían que la disponibilidad de los recursos viene limitada por
leyes físicas por lo que un crecimiento porcentual constante no puede
sostenerse indefinidamente–. Mientras la ciencia busca comprender
el mundo, el objetivo de la economía parece ser que la mayoría no la comprenda,
de ahí que los tontos facilitadores del
ámbito académico encuentren incentivos para desarrollar la complejidad y
el enrevesamiento partiendo de premisas que contradicen la realidad.
La ignorancia es una
característica común de toda sociedad basada en el poder abusivo
pues éstas se
sostienen sólo mientras el juicio del vulgo permanezca nublado. Por este motivo
una sociedad basada en el poder abusivo tiende a debilitar la independencia, la
integridad y la facultad crítica de sus miembros inundándolos de estímulos
especialmente indicados para restringir el desarrollo de la personalidad, lo
que estimula la pasividad, la pereza, la mediocridad y, por consiguiente, el
conformismo de los miembros sometidos. De ahí que la actitud de la mayoría ante los problemas de
la sociedad sea de indiferencia.
La manipulación
psicológica de la población mediante técnicas que apelan al subconsciente
posibilita que las personas se hagan receptivas a la estimulación artificial de
la demanda –haciendo buena la ley de Say– ya sea mediante la publicidad o
mediante la manipulación político-mediática.
Para que la sociedad de consumo funcione bien necesita unos
individuos que cooperen dócilmente y siempre deseen consumir, con gustos
estandarizados para que puedan ser fácilmente influidos y anticipados. Estos
hombres se conducen sin líderes, sin fuerza y sin ninguna meta. Si
se puede engañar a muchos durante mucho tiempo es porque a los engañados no les
importa que los engañen.
Algunos
individuos son complacientes con el sistema porque viven bastante bien, al
menos de momento, así que pueden permitirse el “optimismo” aunque la crisis amenace
el futuro de sus nietos. Cualquier exigencia interna es excusada porque todo
funciona debidamente y no es necesario hacer nada.
Otros
individuos son pesimistas pero tampoco se comprometen porque viven no menos cómodamente que los
optimistas. Su pesimismo funciona como mecanismo de protección ante toda
exigencia interior de hacer algo y se justifican convenciéndose de que nada se
puede hacer.
Unos
y otros no son muy diferentes a la luz de su actitud y compromiso con el
destino de nuestra sociedad contemporánea, pues eluden buscar toda
posibilidad de acción dentro del campo de las opciones
reales.
Una de las
trampas del consumismo es la aparente
libertad de escoger entre
muchos artículos que se hacen
pasar por diferentes. Esto funciona también en el campo
ideológico porque la amputación de la conciencia social de los
individuos
hace que a efectos prácticos la política quede reducida a cambiar el collar del
mismo perro y éste es el principal peligro de que el dominio del capital se imponga a los
principios democráticos que amparan y legitiman nuestra sociedad.
Si la democracia
se reduce a votar cada 4 años ésta pierde su legitimidad convirtiéndose en un mero concepto retórico carente
de todo sentido práctico. La
sabiduría nos ha enseñado que la libertad que proviene del libre albedrío o de
las malas pasiones no es libertad, pues nos esclaviza y empaña nuestro
entendimiento; ¿acaso las piedras que ruedan cuesta
abajo son libres?, ¿acaso es libre el alcohólico por elegir la marca del whisky que bebe?. La verdadera libertad reside en la razón pues
es la razón la que nos libera y nos aleja de las pulsiones egoístas.
Precisamente para preservarla, la libertad no debe ser apartada del bien común,
pues de otro modo corremos el peligro de terminar cediéndola a cambio de
seguridad y orden.
Por eso no hay posición segura entre optimistas y
pesimistas. La virtud no está en la tiranía del término medio sino en el logro
de un equilibrio armonioso entre eficiencia económica, justicia social y
libertad individual. Para ello tenemos
que promover cambios profundos en nuestra estructura económica, social y política que corrijan la vigente anarquía
económica poniendo límites a la acumulación insensata de riqueza, poder y
deuda. Así mismo, también es necesario que cambiemos nuestros valores, nuestro
concepto de las metas del hombre y nuestra conducta personal a fin de que
superemos lo que Thorstein Veblen llamó "la fase depredadora" del
desarrollo humano. Hay que ser radical en el empeño de evitar la catástrofe
final, liberándonos de las cadenas del consumismo, despertando
del autoengaño colectivo fomentado a base de maléficas dosis de telebasura que
transforman en virtud la aspiración postmoderna del “triunfo sin esfuerzo”,
respondiendo con desobediencia civil contra esta democracia de los
bancos y las corporaciones en la que los ciudadanos no tenemos una participación real en las
decisiones que nos incumben. Como
dijo Louis D. Brandeis: “podemos tener
democracia o podemos tener la riqueza concentrada en muy pocas manos, pero no
las dos cosas a la vez”.
2 comentarios:
Enhorabuena por este y otros artículos. En ocasiones un poco tendenciosos y condescendientes con la responsabilidad de la -llamada- izquierda en algunos de los problemas que nos afectan. Pero en general artículos que reflexionan libres sobre la realidad.
Y los bares llenos de diarios deportivos...
José, muchas gracias por tu perspicaz comentario. En general, trato de expresar mis opiniones sin caer en la ilusión de creer que estoy en posesión de la verdad, pero para poder tratar estos temas con claridad y simplicidad he de expresarme de manera algo dogmática. De lo que disiento es que mis opiniones sean complacientes con la izquierda, que por otro lado no existe como categoría general. Lo que sí admito es mi convencimiento de que el camino para resolver los grandes males que enfrentamos en estos tiempos pasa por orientar nuestro sistema hacia metas sociales. Lo dicho, aprecio mucho tus observaciones.
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