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viernes, 22 de junio de 2012

LA CORRUPCIÓN Y EL ENGAÑO TOLERADO


La deshonestidad y el adoctrinamiento son señas de identidad de nuestro sistema socioeconómico y, por tanto, impregnan a instituciones y políticos, como ya señalaba en su época Miguel de Unamuno: “Sabido es lo que son y han sido siempre nuestros gobiernos. Cuando no quieren, o no pueden, o no saben cumplir lo que la opinión pública les exige, lo falsean todo. La mayoría de los políticos viven del engaño y en él quiere mantenernos a todos, sin darse cuenta que no es posible idiotizar a los ciudadanos libres que conservan la cabeza en su sitio y un espíritu crítico al cual no van a renunciar”.

Cualquiera que sea su signo político, la acción de los gobiernos a la hora de enfrentar la crisis global ha sido una sucesión de despropósitos, en parte atribuibles a la necedad o la ineptitud de los gobernantes –cuando improvisan–, pero fundamentalmente  atribuibles a la ejecución predeterminada de una hoja de ruta al servicio de intereses contrarios al bienestar de los ciudadanos –cuando planifican–. El color político, salvo por matices cosméticos, no tiene influencia en lo que a la ejecución de esa hoja de ruta se refiere, de manera que tanto gobiernos como oposición terminan por hacer lo dictaminado aunque antes dijesen que jamás lo harían. Esa ruptura entre la retórica de conveniencia y la acción de gobierno desacredita a la clase política ante la parte más crítica de la sociedad mientras la gran mayoría de la sociedad parece anestesiada ante el engaño y la mentira.   

Cuando la acción gubernamental, con independencia del color político, se pone siempre al servicio del interés particular de unos pocos estamos ante una forma sublimada de corrupción que, denotando un propósito poco altruista, convierte el abuso en ley. La corrupción es un camino para apropiarse de lo de otros y surge al combinar la ambición de querer poseerlo todo con la deshonestidad del comportamiento psicopático, por ello se ha dado en todas las épocas y en todas las sociedades, como ya ponía de manifiesto Tomás Moro en su obra de 1516 pero de sorprendente vigencia, Utopía:

“¿Qué diré de los ricos que merman cada día un poco más el salario de los pobres, no solo con ocultos fraudes, sino con públicas leyes?

Así, pues, la injusticia que suponla antes pagar tan malo a los que más merecían de la sociedad, se convierte, por obra de estos malvados, en justicia al sancionarla con una ley.

Así, cuando miro esos Estados que hoy día florecen por todas partes, no veo en ellos, así Dios me salve, otra cosa que la conspiración de los ricos, que hacen sus negocios so pretexto y en nombre de la república. Imaginan e inventan todos los artificios posibles, tanto para retener, sin miedo a adquirir al menor precio posible las obras y trabajos de los pobres y abusar de ellos como acémilas. Y estas maquinaciones las promulgan como ley los ricos en nombre de la sociedad y, por lo tanto, también en el de los pobres."

La peculiaridad de la corrupción en el contexto actual es que el sistema ha fabricado un consentimiento tácito de abstinencia ética o incluso de legitimación ante la obtención de ganancias a partir de resquicios legales, evasiones, explotación, injusticias o engaño.

Por esa razón, cuando José Manuel Gómez-Benitez, catedrático de Derecho Penal y vocal del Consejo General del Poder Judicial del Reino de España, manifiesta en un artículo publicado el 12 de Abril pasado en el periódico El País que “la mal llamada amnistía fiscal no es solo una oferta de impunidad a bajo coste por la defraudación cometida, sino también una forma de blanquear el dinero del crimen, en general” siento que esta sociedad ha rebasado una línea roja.



Se aduce a la crisis y al carácter excepcional de la medida para justificarla. Siendo serio el riesgo moral que se cierne sobre el saldo fiscal a medio y largo plazo, al margen de lo injusto de la medida para los que cumplimos escrupulosamente con nuestras obligaciones tributarias, lo verdaderamente grave es el trasfondo moral de la situación que revela el nivel de indecencia al que se sitúa una sociedad que tolera y justifica tal medida.



¿Qué  padre o madre de familia, por razón de precariedad económica y desesperación, aceptaría ayuda económica, aunque proviniese de un hijo o hija, albergando dudas sobre la legitimidad de su origen?. Si lo aceptasen, ¿no estarían justificando la degradación de ese hijo o hija a cambio de obtener un beneficio económico?.  Ese padre o madre estaría poniendo mezquino precio a su dignidad.  Si además la medida resulta ineficaz o incluso perniciosa a largo plazo por los factores antes señalados, la infamia se eleva a ignominia.



La responsabilidad en este caso y de la corrupción en general no se limita a la responsabilidad individual de los causantes y beneficiarios del hecho en sí, sino que es una responsabilidad compartida por todos los que neciamente miran a otro lado o toleran la obtención de ganancias sin importar la honestidad de los caminos para conseguirlas ni los daños colaterales. En este caso la estupidez no es un eximente, sino un vicio que sale muy caro.

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