Las políticas neo-liberales de alcance global
que se han desplegado en el mundo occidental durante los últimos
30 años han supuesto un giro
de poder hacia el capital financiero. El
continuo suministro de dinero, la desregulación y los mecanismos de innovación
financiera han propiciado el
desproporcionado crecimiento del sistema financiero y que un 1% de la población mundial acumule una
riqueza equivalente a la del 90% de menores ingresos, de modo que ese 1% impone,
a través de su capital e inversiones, la política económica de los gobiernos. La actual crisis económica
global es la expresión del colapso causado por ese giro de poder.
Ya
hemos insistido aquí en que el interés particular es legítimo, motor de la
iniciativa, la laboriosidad y el ahorro, valores esenciales para el desarrollo
de la humanidad. Incluso, el interés particular bien entendido es relevante
para la consecución del bien común porque está ligado al respeto a uno mismo,
que es de donde nace el respeto al otro. Pero cuando la estrechez del interés
particular desemboca en una ambición ilimitada de ganancias y un afán de
acumulación desconectado de la necesidad y la sostenibilidad, la inercia del excedente de capital, que se dedica
sistemáticamente a fines especulativos en lugar de dedicarlo a fines
productivos, provoca que la economía ficticia adquiera una dimensión
desproporcionada respecto a la economía productiva, que es la base de la
economía real.
El verdadero crecimiento
de la economía se sustenta en la
producción de riqueza real. La fuente fundamental de la riqueza de la economía
productiva es el trabajo y el conocimiento humano que transforma los recursos
finitos que ofrece la naturaleza para crear esa riqueza real, tanto material como
intangible. Aunque la actividad formal de
traspaso de una posesión o propiedad real no cree riqueza real por sí misma, sí
dará lugar a la aparición de servicios alrededor de la propia relación social que,
sin ser productivos, la volverán más eficaz y proporcionarán ganancias, por lo
que tales servicios también contribuyen al crecimiento real de la economía.
Ahora bien, la economía especulativa es un ente parasitario
pues por definición el especulador ni crea bienes o servicios ni los consume,
sólo intermedia comprando barato para vender caro o vendiendo caro para recomprar
barato. Ese parasitarismo no tiene necesariamente que brindar resultados
perversos para la economía real pues en su justa proporción resulta simbiótico
al conferir fluidez y previsibilidad a la economía real. Pero cuando la
relación entre la economía real y la economía especulativa se desarmoniza y la
economía real carece de bases con las que sustentar las siempre crecientes
demandas de la ávida economía especulativa, esa última termina por colapsarse hundiendo
la propia economía real.
Para
comprender la dinámica del proceso de acumulación especulativo
vamos a detenernos en primer lugar en la figura del
dinero, que en
nuestra sociedad no sólo juega un papel como medio de intercambio aceptado para
el pago de bienes, servicios u obligaciones, sino que se ha constituido en una
forma singular de propiedad que se rige por leyes distintas de aquellas propias
de las formas de propiedad tradicionales, cuya oferta es fija o está limitada
por condicionantes físicos, pues de facto el dinero es
creado a voluntad por los bancos.
En nuestro entorno el intercambio se realiza esencialmente
mediante el uso del dinero electrónico, que no deja de ser un mero asiento
informático, y como
quiera que el Estado ha otorgado la facultad a las instituciones bancarias de crear sus propios
medios de pago y conceder crédito, la realidad es que los bancos tienen el control
total sobre la creación de dinero.
Fijémonos en las
tarjetas de crédito, distribuidas a mansalva por los bancos para, en principio, hacer crecer la economía a
través del gasto del consumidor. Sin embargo, son distribuidas a sabiendas de
que un porcentaje elevado de tenedores de tarjetas de crédito nunca podrán
pagar su deuda, precisamente porque este riesgo les resulta beneficioso desde
dos puntos de vista: de una parte, se consigue capturar todo el intercambio comercial y dinerario haciendo crecer el
uso del dinero electrónico, su preponderancia en la economía y, por
consiguiente, la hegemonía de quien lo controla; de otra parte, se
consigue capturar una gran masa de tarjeta-habientes atrapados para siempre cuyo consumo entraña un riesgo limitado por la disponibilidad
máxima de crédito, estableciendo además elevados tipos de interés que harán muy
difícil que puedan devolver el principal y cancelar la deuda, es decir,
trabajarán toda su vida para pagar la deuda contraída al hacer uso de la
tarjeta de crédito convirtiéndose en genuinos esclavos contemporáneos.
Puesto que el sistema de pagos es una red escalonada donde el
banco central es la cima, el desarrollo del dinero electrónico ha permitido
fortalecer el poder hegemónico del sistema bancario, lo que potencialmente le
permite controlar la creación de dinero sin límite alguno pues el Estado, como
garante del sistema de pagos, está obligado a compensar las pérdidas aunque
para ello deba endeudarse.
Los bancos no se dedican a invertir el dinero
en actividades productivas sino que comercian con él prestándolo a cambio de
ese mismo dinero más un interés al cabo de un tiempo. Los beneficios
del banco vienen del volumen de créditos que concede y del tipo de interés que
recibe por ello, de modo que el principal riesgo que encara es el impago, que
está latente durante todo el ciclo de vida del producto crediticio. La
ingeniería financiera analiza los
perfiles de riesgo de las entidades financieras para, bien “reemplazar el
riesgo por certeza”, bien “sustituir el riesgo perjudicial dejando solamente el
riesgo beneficioso”. Es decir, a través de sus innovaciones la ingeniería
financiera reestructura el sistema financiero existente para obtener otro más
atractivo en el que el riesgo o bien no existe o bien ha sido sustituido por
certeza.
Por
supuesto, creer en la erradicación del riesgo no deja de ser cuestión de fe,
pero si se asume que el riesgo desaparece entonces con él lo habrá hecho
también la necesidad de capital pues sin riesgo no hace falta el capital ya que éste
se puede pedir prestado con la certeza de que será devuelto, así que no
es de extrañar que la expansión especulativa se haya desarrollado a costa
de un crecimiento descomunal de la deuda.
En condiciones de
revaloración de activos los ávidos inversores en su afán de acumular más
beneficios, puesto que ahora la misma garantía les permite acceder a mayores
niveles de crédito y las agencias de rating
–que se supone están para velar por la seguridad de los inversores– les
dicen que sus inversiones no entrañan riesgo, no dudan en recurrir al endeudamiento
agresivo.
Como
el crédito supone “el cambio de una
riqueza presente por una riqueza futura”, el riesgo proviene de la
incertidumbre presente durante todo el tiempo de vida del crédito de si el
prestatario devolverá o no al banco el capital prestado más los intereses.
Cuanto mayor es el plazo mayor será el riesgo de impago. Si se consigue cobrar todo
al principio del ciclo de vida del préstamo se reemplaza riesgo por certeza. Puesto
que el derecho del banco a percibir el principal más el interés está
representando por un título, el crédito se convierte en una forma de propiedad
que el banco puede comercializar y vender a terceros. De esta manera el banco transforma
el crédito a largo plazo en liquidez, lo saca de su balance y traspasa todo el
riesgo perjudicial a un tercero.
Resultado de tal conflicto de
intereses se fue configurando un sistema que asignaba los recursos no para
financiar los proyectos productivos viables sino a fin de reproducir su propio ciclo de
acumulación
dedicando los recursos a la financiación de proyectos aventureros que aceptasen
la contrapartida de un alto interés. Ese era el objetivo del bonus que recibe
el gestor financiero a modo de incentivo. Como los beneficios del banco provienen
del volumen de créditos que concede, el resultado es una explosión del crédito
en la que los recursos se invierten sistemáticamente en proyectos inviables. Puesto
que el cliente juicioso no abordará un proyecto que implique altos costes de
financiación, se forma así un círculo vicioso por el que el banco desestima las actividades
generadoras de valor y el prestatario se ve incitado a asumir
mayores riesgos buscando proyectos de mayor retorno, por consiguiente más
arriesgados, para satisfacer el creciente tipo de interés.
Cuando
un inversor invierte en créditos titulizados está actuando como un asegurador
de la actividad financiera del banco pues asume todo el riesgo perjudicial. Lógicamente
para convencer a los inversores los bancos necesitan enmascarar el riesgo que
asumen. Surge entonces la ingeniería financiera para idear la securitización, esto
es, el diseño de instrumentos
financieros (bonos de renta fija o variable, denominados securities, de ahí su nombre) respaldados por activos crediticios de
distinta naturaleza (hipotecas, préstamos personales, facturas y cheques de
pago diferido, pagarés, leasing, tarjetas de crédito, etc.) que se combinan a
fin de amortiguar el riesgo neto y se transfieren en fideicomiso a un emisor que
emite certificados de participación que son colocados entre los inversores. Desde
esta perspectiva la ingeniería financiera es un condicionante emergente que
alteró dinámicamente la naturaleza del sistema financiero determinando el
proceso de acumulación capitalista.
Sin
embargo, la gestión del riesgo en el ámbito financiero tiene una limitación
conceptual gravísima que afecta a su parte más importante, la transferencia del
riesgo. Si bien a nivel individual la
transferencia del riesgo puede tener sentido, carece de él a nivel global pues
cuando un ente traspasa el riesgo éste no desaparece, sólo cambia de manos, así
que si el riesgo persiste y ha adquirido una dimensión tal que puede hundir el
sistema en conjunto, el ente individual tampoco se salvará. Por esta razón, si la transferencia del
riesgo representa una oportunidad de negocio que el sistema explota hasta su
máxima expresión, el paso de un sistema depredador a uno autodestructivo es
cuestión de tiempo.
Además
de un instrumento para enmascarar el riesgo, los derivados
financieros ofrecen a las entidades financieras sujetas a exigencias de capital
y otras restricciones la posibilidad de aumentar su capital prestable. La
complejidad de estos productos financieros hace que su evaluación y regulación resulte
muy complicada. De hecho, de acuerdo a Hyman Minsky estas innovaciones surgen
cuando los banqueros desean expandir el crédito y el banco central se lo
impide.
La
desregulación ha jugado un papel fundamental a la hora de permitir que los
derivados se hayan convertido en armas
financieras de destrucción masiva, pues su
desproporcionada magnitud es consecuencia de que se comercialicen en mercados
desregulados (over the counter), sin escritura
pública, opacos si no directamente fuera de control. Como quiera que las entidades financieras del
mundo se relacionan unas con otras constituyendo un sistema financiero
internacional fuertemente interrelacionado, el mercado financiero se ha transformado
en un gran castillo de naipes construido sobre activos ficticios que en alguna
recóndita parte esconden un activo real cuyo valor sólo respalda una fracción
del valor contable de los activos ficticios que se sustentan alrededor de él.
Un
ejemplo de estos sofisticados productos ficticios son los Collateralized Debt
Obligations (CDO), que pueden no tener un grupo de hipotecas detrás que los
respalde. Mientras el número de titulizaciones o cédulas hipotecarias es
limitado (depende de las hipotecas que existan) el número de CDO es
potencialmente ilimitado (puede haber varios CDO que basen sus pérdidas y
ganancias en un mismo conjunto de hipotecas), de modo que las potenciales
pérdidas serán indeterminadas.
Otro
ejemplo de producto derivado financiero son los Credit Default Swaps (CDS), unos
productos sintéticos asociados a la gestión del riesgo. Una institución financiera
puede protegerse de sus riesgos potenciales y dificultades de su catálogo de
activos comprando CDS que actúan a modo de póliza de seguros. De este modo la
institución puede creer que erradica el riesgo pero, como ya comentamos con
anterioridad, puesto que en un juego de suma cero para que unos ganen otros
necesariamente tienen que perder, la transferencia del riesgo sólo funciona a
nivel local pero no a nivel global. ¿Qué pasaría si se permitiera que un
extraño pudiese asegurar su casa para hacerse beneficiario de la póliza en caso
de incendio?. Rodeados como estamos de comportamientos psicopáticos no sería
sensato, pero la realidad es que los CDS constituyen con mucho el mayor mercado
de productos financieros sintéticos. Como los CDS permiten tornar ganancias en
mercados a la baja de activos que no se poseen, permiten enriquecerse apostando
por los impagos y quiebras de otros. A oportunidades de negocio de esta clase es
lo que la ciencia lúgubre denomina riesgo beneficioso. Los riesgos representan
inminencia de daño, así que el riesgo beneficioso simboliza el beneficio
particular que reporta la inminencia del daño ajeno. Desde la lógica del
utilitarismo racional el aprovechamiento del riesgo beneficioso en el caso de
la industria financiera es de una lucidez maquiavélica, pero con el
inconveniente de que los CDS dan rienda suelta al instinto autodestructivo del
sistema.
Otra
de las cuestiones más nocivas que ha acentuado el potencial destructivo de los colapsos
bancarios fue la derogación en tiempos de la jefatura de Bill Clinton de las
restricciones legislativas que se promovieron en EE.UU. tras la Gran Depresión
precisamente para proteger a los inversores, legislaciones que separaban el negocio de los
depósitos bancarios del negocio de la banca de casino. Cuando
se permitió que la propiedad de la banca de depósitos estadounidense pasara a
manos de la banca de inversión y las firmas de correduría de bolsa, se abrió la
puerta a dos peligros:
Por
un lado, al mezclar
el negocio de la banca financiera con el de la banca de los depósitos la banca de inversión ni siquiera tendría
que arriesgar su propio dinero pues podría aprovechar la
base monetaria del cliente depositante y del mercado interbancario
internacional.
Por otro lado, podrían constituirse auténticos
mastodontes financieros que valiéndose del inmenso riesgo que su insolvencia representaría para los Estados,
se volverían «demasiado grandes para dejarlos caer».
La ruptura del
enlace entre el interés del gestor financiero y el inversor, ya sea individual
o la sociedad en su conjunto, es fundamental para comprender por qué las instituciones bancarias administran el
valor y el capital financiero no se asigna adecuadamente a los sectores
productivos provocando desequilibrios que cristalizan en la formación de
burbujas especulativas (las puntocom, la inmobiliaria, la financiera). Como los
bancos controlan el financiamiento terminan por imponer su lógica sobre la economía y la regulación gubernamental. En su Hipótesis de la Inestabilidad Financiera
Hyman Minsky nos advertía que cuando el mercado de crédito deriva desde la
inversión productiva a la especulativa, la crisis se torna inevitable. El sistema
financiero busca exclusivamente la materialización de sus propias ganancias y
no la rentabilidad que obtiene la sociedad, que en último término es la
inversora. El alto grado de apalancamiento sistemático de las burbujas
especulativas y la dimensión del mercado de derivados, que es de al menos 20
veces el PIB mundial, sugiere el nivel de responsabilidad directo que tienen
las instituciones financieras en la
formación de estas burbujas, la explosión de la deuda y la presente crisis económica
global.
Como el capital ficticio realiza
ganancias ficticias que solo pueden ser hechas reales a nivel individual pero
jamás en su totalidad, resulta inevitable la evaporación de masas de capital
ficticio (en forma de quiebras y bancarrotas).
El estallido en 2008 de la burbuja de las hipotecas
subprime en EE.UU. provocó la quiebra de algunos grandes entes bancarios, lo
que provocó a su vez una crisis de confianza tal que secó el mercado
interbancario por temor a una reacción en cadena. Si el mercado interbancario se
cierra los bancos no pueden pedir prestado a otros bancos para cubrir
necesidades puntuales de liquidez, de modo que su solvencia depende de las
inyecciones de liquidez de los Estados. Con el salvamento de octubre de 2008 el
sistema bancario norteamericano se reestructuró y recapitalizó a costa del
contribuyente, como está sucediendo ahora mismo en España, pero puesto que no
se resolvió su fragilidad sistémica, el sistema financiero internacional continua
siendo un castillo de naipes que se tambalea y se viene abajo cuando un
elemento de relevancia sistémica (ya sea un banco, un país o una aseguradora)
entra en quiebra.
Los bancos siempre podrían compensar
parte de estas pérdidas vendiendo sus activos, pero esto probablemente
transformaría un problema de flujos en uno de stocks con los
consiguientes efectos sobre el propio sistema bancario y el precio de los
activos, lo que aceleraría el desmoronamiento del castillo de naipes. Sin embargo, no pueden evitar que la economía
sin el impulso de las burbujas desvista sus vergüenzas y deje de atraer
financiación desencadenándose el proceso de deflación por deuda en el que ya
estamos inmersos. La deflación por deuda es un proceso de corrección no
planificado, forzado por las circunstancias. Las empresas otrora cubiertas y
los propios bancos eventualmente se convierten en empresas financieramente
imprevisibles, lo que explica que a
pesar de la continua, ingente y sin precedentes inyección de dinero al sistema
financiero por parte de los bancos centrales y el carry trade que les permite
prestar a su vez parte de ese dinero a los Estados a un interés muy superior,
el dinero continúe sin fluir hacia la economía productiva en forma de crédito,
pues los bancos depositan toda su liquidez en la facilidad de depósito del
banco central de turno para hacer frente a sus obligaciones inmediatas, obligaciones
que provienen de la financiación que se obtuvo en el pasado a cambio de una
riqueza que se tuvo y con la que se contaba pero que ya no se tiene.
Lo cierto es que la verdadera
situación del sistema bancario internacional no la conoce nadie. Sin embargo,
el hecho de que el sistema bancario se haya convertido en un saco sin fondo y la economía que
depende de él no vea la luz del final del túnel puede ser indicativo de que estamos
ante un gran esquema de Ponzi que no se derrumba porque se le suministra oxígeno
sin término en forma de dinero. Tal vez sea
significativo que recientemente se haya despertado el interés por la
problemática de los bancos centrales pues el hecho de que estos bancos acumulen
pérdidas y vean evaporarse su capital hasta hace bien poco se suponía exclusivo
de repúblicas bananeras.
En virtud de lo expuesto el papel de los Estados en la crisis es
cuestionable, ya que en lugar de evitar
próximas crisis y promover el proceso productivo emprenden
una huida hacia adelante que no resuelve los problemas de fondo y lo lega todo a la contención del déficit público y las
políticas de austeridad para reservar la capacidad del Estado como garante de una
actividad bancaria rechazable. Al promover grandes
rescates para resolver los problemas de
solvencia y quiebras bancarias se consigue que el riesgo moral del sector
financiero se materialice en el retorno a las prácticas que causaron los males,
lo que explica el hecho de que desde su comienzo la crisis financiera
no haya hecho sino empeorar porque la industria financiera no ha recibido
escarmiento. Por otro lado, cuando hay deuda ésta se financia y se paga con el
crecimiento pues sin crecimiento no hay confianza y sin confianza no hay financiamiento.
Como el
recrudecimiento de la crisis contrae la economía, el déficit fiscal se
incrementa y las tasas de interés de los bonos gubernamentales se elevan, se vuelve
más costoso para los gobiernos mantener el nivel de deuda y los Estados se avocan a la bancarrota.
En estos días se quiere hacer ver que la deuda soberana y el gasto público
son el problema central de la economía cuando el verdadero problema reside en las
pérdidas de un sistema financiero que en los años de bonanza ganó pingues
beneficios financiando no los sectores económicos estratégicos sino los que
resultaban especulativamente más rentables. Por esa razón los mismos que antes
ganaron son los que pretenden que ahora otros paguen la factura, lo que explica
la paradoja de que las mismas medicinas que provocaron los males (libre
circulación de capitales, desregulación, liberalización, privatizaciones, cuestionamiento
de políticas de gasto social) se vuelvan a recetar como remedio para salir de
la crisis, pues nuestra ignorancia, tal y como sucede con el dinero, es fabricada
a voluntad.
El dinero electrónico es clave para comprender la primacía de
los bancos en nuestra sociedad pues posibilita que
estas instituciones en la práctica controlen la creación
de dinero sin límite alguno. Como el dinero
permite que la riqueza real cambie de manos, es
un instrumento de poder y control del capital para monopolizar la
administración del valor en la sociedad.
Por esa razón voces de la industria financiera cargadas de cinismo no
tienen reparo en recetar como solución
para la crisis la desaparición del dinero físico. Thomas Jefferson ya advirtió con
lucidez a los americanos: «Creo que las instituciones bancarias son más peligrosas que los ejércitos
alzados… Si los americanos algún día consienten que bancos privados controlen
la emisión de moneda… los bancos y las corporaciones que surjan a su alrededor
les arrebatarán a la gente sus propiedades hasta que sus hijos se despierten
sin techo en el continente que sus padres conquistaron».
Es
por ello que la gran amenaza al neoliberalismo proviene de la Democracia, que
frente al principio de buen gobierno societario –una acción, un voto–
contrapone el principio de buen gobierno democrático –un hombre, un voto–, lo
que permitirá inclinar la balanza hacia un gobierno que establezca límites a la
acumulación de capital ficticio, el quid de la cuestión. Resulta cuanto menos
curioso que cuando en nuestra sociedad hay leyes para combatir todo tipo de
monopolios, a nuestros legisladores precisamente se les olvidó regular el
monopolio del capital, y ahora los propios gobiernos democráticos son rehenes
del omnímodo poder de los mercados. Por esta razón, para librarnos del yugo de
los mercados, los ciudadanos deben resistir al sistema desde dentro, actuando
coordinada y organizadamente para influir a través de los mercados en quien ostenta
el poder democrático. El lobbying cívico es la llave para influir sobre el
comportamiento ético de la economía utilizando las demandas de los consumidores
que libremente se sumen para promover o boicotear estratégicamente sectores,
actividades y agentes económicos en función de su probado compromiso con el
bien común. Creo que el desarrollo de esta idea puede representar nuestra más
importante contribución como ciudadanos a la solución de esta crisis global.
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