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lunes, 16 de abril de 2012

COMPRENDIENDO LA CRISIS: NEOLIBERALISMO Y ECONOMÍA DE CASINO

Es generalmente aceptado que la actual crisis económica global está íntimamente ligada al neoliberalismo, cuyos orígenes se sitúan en el complejo político-económico-intelectual localizado en Washington en los años ochenta, integrado por organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial), el Congreso de los EE.UU., la Reserva Federal, los altos cargos de la Administración estadounidense y los grupos de expertos, en un ambiente embriagado por el triunfo de la economía capitalista tras el desplome del otro gran polo de poder psicopático del mundo, el sistema socialista. El Consenso de Washington encarna el recetario del neoliberalismo para el crecimiento de las economías emergentes y sobre el papel suponía el final de las ideologías y sus "modelos de sociedad", pero paradójicamente representaba la formulación teórica de un tipo determinado de capitalismo excluyente que se desea imponer como única forma de organización económica, por lo que inexorablemente  derivó en ideología. Las cuestiones ideológicas tradicionales fueron reemplazadas por las discusiones “pragmáticas”, que se centraban en el cuestionamiento de los sistemas de cobertura del desempleo y los sistemas de provisión de servicios sanitarios o educativos.


El Consenso de Washington precisaba las siguientes políticas económicas: 

1.       Disciplina presupuestaria (control del déficit público);

2.       Cambios en las prioridades del gasto público (de áreas menos productivas a áreas más rentables, cuestionando las políticas de gasto social);

3.       Reforma fiscal encaminada a buscar bases imponibles amplias y tipos marginales moderados (reducir los tramos bajando los impuestos más altos);

4.       Liberalización financiera, especialmente de los tipos de interés;

5.       Búsqueda y mantenimiento de tipos de cambio competitivos;

6.       Liberalización del comercio internacional (disminución de barreras aduaneras)                    ;

7.       Apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas;

8.       Privatizaciones de empresas públicas y de monopolios estatales;

9.       Desregulación de los mercados;

10.    Garantía de los derechos de propiedad.


Esta doctrina plantea riesgos a dos niveles: por un lado, excluye los asuntos de la equidad, el crecimiento sin productividad, el problema ecológico o la preservación de las condiciones de verdadera competencia en los mercados; por otro lado, las propuestas liberalizadoras y anti-estatalistas socavan el principio de Autoridad del Estado.  


En el apogeo de la era neoliberal la verdadera economía parecía ser la financiera pues el consenso de Washington representaba la toma de conciencia por parte de los mercados de las enormes posibilidades de beneficios que ofrecía el mercado globalizado, lo que empujó movimientos masivos de capital especulativo hacia las economías emergentes en las que se abría paso el consenso. 


Cuando los inversores comienzan a invertir en los mercados emergentes las cotizaciones suben impulsadas por ellos mismos. La confianza de los inversores crece cuando los gobiernos de estos países adoptan los paquetes de políticas que los organismos internacionales les “recomiendan” para continuar invirtiendo en ellos. Tras fuertes crisis, como las de los ochenta, una modesta recuperación de las perspectivas económicas crea a corto plazo la impresión de que estas políticas funcionan, lo que refuerza la confianza de los inversores en dichas políticas y se forman las burbujas especulativas que afectan no sólo al proceso económico habitual sino que propician también la afinidad de creencias entre políticos y mercados provocando un efecto procíclico mutuamente fortalecedor –la reflexibilidad a la que se refiere George Soros entre el curso de los hechos y el pensamiento de los participantes.  El neoliberalismo es la aplicación de un racionalismo puro en el que las inversiones buscan la rentabilidad a corto o medio plazo, así que no es de extrañar que la dinámica moderna de la globalización se desarrollase al margen de la dinámica de la producción y el empleo. Como a medio o largo plazo las medicinas neoliberales se vuelven insostenibles –el crecimiento se efectúa a costa de un gran endeudamiento sin un crecimiento real de la productividad– el proceso de auto-convencimiento termina por enfrentarse con la realidad  estallando las burbujas.


La liberalización de los flujos de capitales permitió que el paulatino estallido de las burbujas de las economías emergentes, en lugar de suponer el deshinche del neoliberalismo, provocase el traslado de las expectativas especulativas de los inversores de un lugar a otro en busca de nuevas oportunidades provocando una secuencia de reventones económicos en cadena que se mueve desde América Latina al suroeste asiático, pasando por Rusia y finalmente alcanzando a los propios EE.UU y a la vieja Europa, dejando a su paso un rastro de tierra quemada.


La explicación del salto de las burbujas de las economías emergentes a las economías occidentales más desarrolladas hay que buscarla en el colapso del modelo de desarrollo productivo de estas economías ricas. Entre 1950 y 1996 se ubica el periodo de máximo progreso técnico de la humanidad que se manifestó en un crecimiento anual desigual de la productividad de las economías occidentales, distinguiéndose un primer periodo, entre 1950 y 1966, con mayores tasas de crecimiento de la productividad y  un último periodo, entre 1988 y 1996, con tasas de crecimiento débiles, aproximadamente del 0,5% de media en el caso de la economía norteamericana. Este crecimiento de la productividad se logró a expensas de la eliminación de muchos puestos de trabajo.


A mediados de la década de los noventa la expansión productiva virtualmente había alcanzado su límite y entre 1995 y 2000 tan solo unos pocos sectores empresariales monopolizaban el crecimiento de la productividad.  Ante el agotamiento de la economía real, los excedentes de capital especulativo se movieron de un lado a otro invirtiendo en una economía ficticia en detrimento de la economía productiva pues las rentabilidades que proporcionaba la economía ficticia no las podía ofrecer la economía real, surgiendo la denominada «economía de casino». Uno de los sectores beneficiados fue el de las tecnologías de la información que, impulsado por el efecto que los infundados temores al cambio de milenio y sus consecuencias catastróficas sobre los sistemas informáticos, se benefició de un gasto coyuntural en tecnologías de la información por parte de las empresas que en Europa y América del Norte ascendió a cientos de millones de dólares. La sobrevaloración de este sector ya en el siglo XXI daría lugar al estallido de la burbuja de las puntocom y sus consecuencias sobre la economía real en la forma de una caída de la tasa de beneficio, que provocó que la única vía –realmente no era la única pero sí la más fácil– para alcanzar la competitividad fuese bajar salarios para reducir aún más los costes, a lo que coadyuvó la globalización al propiciar la exportación del trabajo al exterior exacerbando el desempleo.


Durante este proceso de crecimiento especulativo emergieron unas economías de servicios en la que se distinguían dos partes bien diferenciadas: de una parte, una élite altamente versátil y reubicable en la cima y, por otro lado, unos servicios laborales proporcionados por trabajadores de baja cualificación, inmigrantes o jóvenes que tienen dificultades para escapar de los sectores productivos en declive.


Mientras la desconfianza en la sobrevaloración de los activos no llega a instalarse las burbujas especulativas continúan su expansión.  La economía se transforma en una plutonomía en la que son las élites las que tiran de la demanda y el desarrollo de las burbujas hace que ciertos sectores produzcan puestos de trabajo coyunturales y se difunda el efecto riqueza en la población, pero a costa de la caída de la productividad y del ahorro –para que la tasa de ahorro global se haga prácticamente cero, puesto que las élites lógicamente guardan capacidad de acumulación, necesariamente las clases trabajadoras y medias por virtud del crédito han tenido que alcanzar niveles de gasto del 110%, de modo que ya no pueden endeudarse para consumir más–.

Las ricas economías occidentales crecieron durante años –algunas continúan en esta fase actualmente– en términos absolutos ajenas a indicadores de salud como el desempleo estructural por la insuficiente inversión productiva, el índice de pobreza, la manipulación de los tipos de interés o la tasa de ahorro de las clases medias y trabajadoras. El PIB es el mantra que los gobiernos usan para invocar el crecimiento económico de modo que para acompasar los resultados de su política económica al ciclo de sus legislaturas únicamente les interesa impulsar transformaciones rápidas, así que los objetivos de sus políticas económicas se reducen a lograr el incremento del PIB. La mejora de los niveles de vida de los ciudadanos es secundaria pues los resultados se obtienen a generaciones vista y, aunque se sepa que la educación y la sanidad son las claves para mejorar la productividad y alcanzar la igualdad de oportunidades, la decisión oportunista es focalizarse en el PIB.


A resultas de un modelo económico en el que el crecimiento se logra a costa de un gran endeudamiento, en 2007 y 2008 se producen algunos episodios de quiebras y bancarrotas de instituciones financieras principalmente estadounidenses que terminan por socavar la confianza de los prestamistas en la recuperación de sus inversiones, instalándose en el seno del sistema financiero internacional una gran crisis de confianza, lo que causa que los mercados descabalguen, las economías se ralenticen, los precios caigan, los beneficios de las empresas se desplomen, los salarios se ajusten y la demanda doméstica se reduzca. Ante tal panorama el capital especulativo busca refugio para su rentabilidad en la deuda soberana propiciando el aumento de las tasas de interés de los bonos gubernamentales, por lo que mantener el nivel de deuda contraído por los Estados se vuelve más costoso. 


Con un sistema financiero internacional altamente apalancado y los circuitos financieros colapsados, para contener los efectos de la inevitable evaporación de cierto capital en forma de quiebras y bancarrotas los gobiernos promueven la concentración del sistema financiero como ardid para capitalizarlo sin capital, al tiempo que se auxilian los grandes bancos a través de continuas inyecciones de liquidez que dada su situación nunca llegan a la economía real. Con un déficit fiscal creciente los gobiernos, presionados por los mercados, despliegan políticas de austeridad para reducir sus déficits con objeto de garantizar, por un lado, que los Estados no entran en suspensión de pagos desencadenando un efecto dominó que arrastre al sistema financiero y, por otro lado, que el Estado no pierde su papel como garante del propio sistema financiero en apuros. Los gobiernos, con la excusa de lo inevitable –sus políticas son condición necesaria para el mantenimiento de la economía nacional en los círculos donde hay que estar– operan en beneficio del gran capital aplicando políticas que provocan el empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de ciudadanos y el consiguiente debilitamiento de la economía real pues la demanda se ve minada por una cada vez más inequitativa distribución de rentas, poniendo así en riesgo el propio proceso político de las naciones. Esta cuestión es especialmente delicada en España donde para luchar contra la crisis el gobierno ha asumido el riesgo moral que entraña una amnistía fiscal.


El caso de España es paradigmático pues desde 1995 hasta principios de 2008 acumuló 14 años de crecimiento sostenido con un incremento medio anual del PIB del 3,5%.  Partiendo de la crisis de 1993, a la recuperación prosiguió un auge económico impulsado fundamentalmente por dos factores: en primer lugar, la bajada de los tipos de interés y la instauración del euro como moneda única con la consiguiente desaparición del riesgo de tipo de cambio dentro de la zona euro; en segundo lugar, la llegada masiva de inmigrantes que, por un lado, abarató la mano de obra impulsando el crecimiento del sector de la construcción y de servicios básicos de bajo valor añadido como la hostelería o el servicio doméstico y, por otro lado, incrementó el consumo interno. 


Durante este periodo la situación de la economía española parecía saludable en términos macroeconómicos, con una tasa de desempleo que en 2006 era más baja que la de Francia o Italia, con 6 millones de empleos creados en 10 años, con una renta per cápita que había superado la de Italia y proyectaba alcanzar en 2010 las de Francia y Alemania, con superávit en las cuentas públicas, con una deuda pública por debajo del 40% de PIB y con beneficios de las empresas cotizadas en bolsa creciendo al 36%.  


Pero ese contexto de aparente bonanza económica escondía aspectos negativos cuyas consecuencias estamos sufriendo en estos días: la pérdida continúa de productividad y la extraordinaria deuda del país, en particular del sector privado. Estos inconvenientes se reflejaban en la acumulación durante varios años de diferenciales de inflación por encima de la media europea y en un galopante déficit exterior que había que financiar.  Desde 2002 hasta mediados de 2007 la economía española fue acumulando un creciente déficit exterior que fue financiado mientras la pujanza del mercado inmobiliario español permitía una incesante venta de cédulas hipotecarias. Al estallar la burbuja inmobiliaria en EE.UU. se desató la desconfianza de los prestamistas exteriores en la recuperación de sus inversiones en España lo que provocó la pérdida de la principal fuente de financiación exterior y la contracción de la economía española, que al ralentizarse indujo el aumento del déficit fiscal del Estado. Por esta razón el verdadero problema de España no es tanto la deuda del Estado sino la deuda de su sistema financiero.


Cuando se dice que en España la burbuja inmobiliaria ha pinchado cuanto menos se carece de rigor pues de ser así los precios de las viviendas habrían caído significativamente por debajo de los actuales, los bancos habrían tenido que asumir sus pérdidas y el problema de liquidez que cerca al sistema financiero español se habría transformado en un problema de stocks, que es lo que el sistema financiero trata de evitar a toda costa.


Por tal motivo se quiere hacer ver que la deuda soberana y el gasto público son el problema central de la economía española cuando el verdadero problema reside en la deuda del sistema financiero, contraída en los años de bonanza para financiar no los sectores económicos estratégicos sino los que resultaban especulativamente más rentables. Que precisamente los mismos que antes  ganaron sean los que ahora pretenden que otros paguen la factura explica la paradoja de que las mismas medicinas que provocaron los males (liberalización, cuestionamiento de políticas de gasto social, privatizaciones) ahora se receten como remedio para salir de la crisis, pues siempre se puede decir que no se aplicaron bien.

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