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domingo, 8 de abril de 2012

COMPETITIVIDAD COMO ESTRATEGIA DE DOMINACIÓN


Uno de los principios económicos centrales de la estrategia que ha dirigido la economía global es la desregulación, el «laissez faire» que proclama la absoluta abstinencia de intervención del poder político en la economía, el dejar hacer al libre mercado confiando en la creencia de que una mano invisible lo regulará proporcionando mayores cotas de eficiencia. El problema de este pensamiento económico es que se sustenta en proposiciones contrarias a lo que demuestran los hechos. 


Por ejemplo, la teoría de los mercados disputados pretende demostrar que un mercado monopolista u oligopolista podía llegar a asemejarse bastante a una estructura de mercado competitiva cuando tal enlace es un oxímoron, por cuanto que para que haya verdadera competencia debe haber equidad pues la esencia de la competencia perfecta radica en la dispersión de la capacidad de control de los agentes económicos sobre el desarrollo del mercado, condición que sólo puede ser preservada mediante la regulación y supervisión de los mercados por parte de la Autoridad legitimada para ello.  La ideología neoliberal se sustenta sobre la falacia de que el mercado es el sistema de elección más racional y democrático que haya existido nunca y su objetivo es el bien común, pero en realidad lo que esconde la ideología neoliberal tras su «prohibido prohibir» es facilitar un escenario de dominación, como pone de manifiesto el hecho de que las políticas neoliberales obvien precisamente la protección de la verdadera competencia en los mercados.    


Cuando compramos en una gran superficie nos ahorramos algunos euros sin reparar en las consecuencias económicas de ese hecho. La gran superficie pertenece a una gran compañía global alejada de tu comunidad, gran superficie que consigue operar en el mercado con un margen de beneficio neto que expulsa a los pequeños negocios del sector económico local, que al carecer de la economía de escala propia de la fabulosa caja única global no pueden competir en un escenario de manifiesta inequidad y se ven abocados a abandonar con la consiguiente destrucción de puestos de trabajo.  Pero el perjuicio no acaba ahí pues  para conseguir tan bajo precio la gran superficie, cuando no externaliza la producción a China, Marruecos o India trasladando los puestos de trabajo, estrangula a sus proveedores, algunos de la propia economía local, para forzarles a bajar sus precios, de modo que éstos para recortar gastos se ven obligados a eliminar aún más puestos de trabajo y reducir los salarios, con el consiguiente hundimiento de buena parte del tejido productivo local. Empujados por el creciente nivel de paro y los menguantes salarios las familias, que tradicionalmente habían dejado un progenitor al cuidado de los hijos, si pueden pasan a trabajar ambos progenitores a cambio de salarios de subsistencia abandonando el cuidado de los hijos con el consiguiente desarrollo a medio y largo plazo de serios problemas de salud causados por la deficiente alimentación.  Esos problemas de salud  supondrán un giro en el destino de la renta disponible de familias y Estados para cubrir los nuevos gastos de salud generados. Pero el saldo a la larga tampoco será halagüeño para la gran superficie, pues de acuerdo a la ley de Henry Ford, «si no pago a mis empleados lo suficiente como para que compren mis coches, no tendré ningún cliente», la economía –que depende en buena medida de la demanda de los consumidores– termina viendo socavadas sus bases fundamentales.  De este modo, a cambio de ahorrarnos unos pocos euros ponemos en riesgo nuestro medio de vida, el trabajo y la salud de la próxima generación. A priori, la competitividad puede parecer sensata debido a nuestra estrechez de miras ante el papel del Estado como garante de la igualdad de oportunidades, pero competir a fuerza de mediocridad, rebajando el salario de los trabajadores, no es ético y a largo plazo se vuelve insostenible.


Los hombres no somos iguales y nuestra inclinación a distinguirnos del resto es consustancial a nuestra naturaleza humana. En consecuencia, no debemos aspirar a ser iguales. Debemos exigir tener todos la misma influencia, igualdad de oportunidades asumiendo nuestras naturales diferencias para poder desarrollarnos de acuerdo a nuestro potencial, porque contentarnos con poner en práctica cada cierto tiempo el lema: «un hombre, un voto» no basta. La igualdad del hombre ante la ley se convierte en un mero propósito de tantos escritos en nuestras constituciones que carece de sentido práctico al no impedir la concentración de poder.


La competitividad en igualdad de condiciones es legítima y da lugar, entre otras cosas, a un lucro honesto que es fuente de motivación para los individuos y las organizaciones que los lleva a mejorar y demostrar su valía a través del trabajo y la dedicación. Pero lograr la diferenciación a medida que el mercado se va desarrollando resulta cada vez más difícil pues supone el compromiso con la superación, así que aquellas organizaciones que a través de cierto logro se hayan hecho con un estatus de poder y control elevado, aun cuando lo hayan alcanzado por medios legítimos, tenderán a limitar las oportunidades de que otras organizaciones las superen y, si pueden, tratarán de saltarse todas las barreras que se opongan a su expansión. De ahí que en un escenario copado y pactado por los más fuertes la competitividad sea un eufemismo de dominación.  Sólo así se puede dar el caso de que una sola compañía llegue a valer tanto como el conjunto de todo el sector minorista de EE.UU.


Para evitar ser superadas las organizaciones con poder y capacidad de control sobre el mercado promueven para el resto la competencia basada en la mediocridad al tiempo que reservan para sí las estrategias de cooperación y lobbing para asegurar que los poderes políticos toman las decisiones afines a sus intereses. En España, por ejemplo, el principal lobby empresarial, constituido en 2011 englobando las 17 principales empresas de capital nacional, curiosamente se llama “Consejo Empresarial para la Competitividad” y curiosamente también los postulados y recomendaciones de este “think tank” guardan asombrosa similitud con los términos de la reforma laboral aprobada por el gobierno español en 2012.  


Si los Estados dan un paso atrás termina por pasar que el mercado gobierna las vidas de los ciudadanos bajo el principio de «una acción, un voto». Por consiguiente, cuando los políticos y los agentes sociales apelan la competitividad y hacen sus reformas laborales pro-competitividad denotan intereses poco altruistas porque en lugar de pensar en crear valor, por ejemplo mejorando la calidad de los bienes y servicios que se producen, incentivando la inversión productiva, propiciando la mejora del capital humano, promoviendo la Investigación-Desarrollo-Innovación, perfeccionando la cooperación en el proceso productivo, asegurando su sostenibilidad, en definitiva, protegiendo las condiciones de verdadera competencia, en cambio están desincentivando el esfuerzo de superación y promocionando la mediocridad para propiciar las condiciones de mercado que aseguran la dominación efectiva por parte de las grandes corporaciones, lo que acaba ocasionando efectos perversos, especialmente sobre los sectores más desprotegidos de la sociedad, pues el crecimiento sin productividad y el beneficio empresarial que pudiera derivarse –a corto plazo– de estos procesos es pan para hoy y hambre para mañana –reducir costes a través de  ‘eliminar’ puestos de trabajo supone ‘destruir’ la demanda del consumidor–. 


La responsabilidad final recae sobre el consumidor que por ahorrarse unos pocos euros prefiere comprar en la gran superficie multinacional en lugar de hacerlo en un negocio de su comunidad, sin valorar las consecuencias que su decisión comporta para la economía local y, por consiguiente, a largo plazo para sí mismo.  Pero ¡cuidado!, con esto no estoy diciendo que cualquier negocio de nuestra comunidad valga por el mero hecho de «ser de aquí», se necesita un compromiso inequívoco con la honestidad, el empleo y la superación, en otras palabras, con el comercio justo y el negocio ético.  Por esta razón, decidir estratégicamente dónde gastar nuestro dinero puede ser un poderoso ariete para hacer un mundo mejor en el que el beneficio no sea el fin sino la creación de valor genuino, lo que dará lugar –a medio y largo plazo–  a la generación de un resultado, porque si el beneficio es un fin en sí mismo entonces el coste de oportunidad invitará a la destrucción en cualquiera de sus formas, ya sea de puestos de trabajo, del medio ambiente o del futuro de la próxima generación. La tecnología e Internet brindan a los ciudadanos herramientas para construir el lobbying cívico que permita influir sobre el comportamiento ético de la economía utilizando las demandas de los consumidores que libremente se sumen para promover o boicotear estratégicamente sectores, actividades y agentes económicos en función de su probado compromiso con el bien común. El desarrollo de esta idea puede representar nuestra más importante contribución a la solución de la crisis global.

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