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jueves, 5 de abril de 2012

LA SOCIALIZACIÓN A TRAVÉS DE LA AVARICIA Y EL CONSUMISMO



El lucro honesto es recompensa de un compromiso disciplinado con el trabajo basado en combinar la ganancia de dinero mediante la realización de actividades económicas legítimas con un consumo personal responsable. El lucro honesto recompensa la superación pero en nuestra sociedad occidental todo está impregnado de un halo de racionalismo, inmediatez y estrechez de miras en el que la ética y la moral son irrelevantes para el proceso de adaptación a las demandas de la sociedad, pues el individuo aprende que el éxito social puede ser alcanzado practicando la avidez desmedida y el lucro a toda costa.  Cabe preguntarse entonces cuándo fue que comenzamos a confundir vicio con virtud.


Posiblemente  el origen de esta confusión se halle en el protestantismo (especialmente la confesión calvinista) y su presencia particularmente significativa en la propiedad, en las empresas y en las esferas superiores de las clases profesionales de las naciones en las que el capitalismo alcanzó su mayor desarrollo. La llamada Biblia de Ginebra fue la Biblia que los peregrinos del Mayflower llevaron consigo a América y la versión predominante entre los puritanos ingleses de la época.  Max Weber en su obra “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” «pretende determinar la influencia de ciertos ideales religiosos en la formación de una mentalidad económica [...] fijándonos en el caso concreto de las conexiones de la ética económica moderna con la ética racional del protestantismo ascético». La lucidez intelectual de Weber radica en señalar que la confusión religiosa, esto es, la disociación entre la conducta práctica y los principios morales religiosos, no es la causante de comportamientos económicos sino la consecuencia de éstos. Los avances científicos y la aversión a los horrores de las guerras religiosas entre católicos y protestantes hizo que entre nobles y burgueses se instalase una religiosidad moderada y pacífica que favorecía la estabilidad y sus intereses comerciales. La mayor participación de los protestantes en la posesión del capital y la dirección de la economía permitió construir una ética protestante que defendía el enriquecimiento personal y el comercio, lo que era condenado por el catolicismo, propiciándose una marcada tendencia hacia un racionalismo económico que es lo que provoca la destrucción del enlace entre la conducta práctica y los principios morales o, peor aún, que cuando tal relación exista tenga carácter negativo –la intolerancia puritana–. 


Como la avaricia implica una demanda permanente y desmedida que una y otra vez hay que satisfacer en el menor tiempo posible, se trata de un vicio que sólo permite subsistir en la medida en que el objetivo se consiga por puro racionalismo ascético: con el menor esfuerzo sin importar ni los medios empleados para ello ni sus consecuencias. La Autoridad, ya sea la religión, la ciencia, la política, la educación o la familia, lejos de ser útil para el racionalismo económico lo entorpece, así que se mina todo concepto de autoridad y sólo se saca a la palestra para instrumentalizarla cual propaganda cuando se quiere conseguir nuestro consentimiento o adhesión ideológica. De acuerdo con esto, como el vicio deslegitima y estigmatiza, el sistema convierte el lucro en un deber moral –la codicia no debe ser moralmente reprimida pues es voluntad de Cristo redentor– y nuestra socialización pasa por la autorrealización a través de un estilo de vida individualista y amoral que degenera en lo antisocial al confundir vicio con virtud. Es por ello que con mucha frecuencia se suele emplear la metáfora tiburón para referirse al depredador en el entorno financiero o empresarial, pero el término no siempre se usa en sentido peyorativo pues el tiburón es un triunfador en un proceso de selección natural.


Los códigos morales y éticos establecidos para preservar el bien común son voluntarios y seguirlos implica una desventaja competitiva frente a aquellos individuos que guiados por el cálculo frío y racional de lo que van a obtener no coartan sus comportamientos. La motivación es la voluntad de aceptar el esfuerzo que conlleva alcanzar el objetivo propuesto y, desde la óptica racionalista, está condicionada por la utilidad que el individuo encuentre en ese esfuerzo para satisfacer alguna necesidad individual concreta. Puesto que en muchas ocasiones la superación requiere más esfuerzo que evitar ser superados, en un contexto dominado por una ideología despojada de razonamiento moral lo pragmático es evitar que otros nos superen. Si a esto unimos que los comportamientos psicopáticos no se contentan con proteger determinado estatus sino que van más lejos tratando de expandirlo, no resulta difícil comprender por qué estos comportamientos se instalaron masivamente en la dirección de la economía, dando origen a la ciencia lúgubre y su proceso de mercantilización de todo lo que se pueda calcular, ya sean los recursos del planeta o la existencia humana misma.


Cuando la ambición de querer poseerlo todo se combina con la deshonestidad del comportamiento psicopático es inevitable que se desate el deseo de apropiarse de lo de otros, surgiendo así la fórmula de la corrupción.  La corrupción se da en todas las sociedades pero lo que es característico de la civilización occidental es la fabricación de un consentimiento tácito de esta lógica perversa que se traduce en la tolerancia o abstinencia ética ante la obtención de ganancias a partir de resquicios legales, evasiones, explotación, injusticias o engaño. Así es cómo un grupo cada vez más reducido se va apropiando de todo.


Podemos atisbar hasta qué punto nuestras sociedades occidentales han claudicado ante la tiranía de la corrupción si consideramos, por ejemplo, el número de banqueros que han sido condenados por las catástrofes económicas que han provocado. Siguiendo este razonamiento, la responsabilidad de la corrupción no se limita a la responsabilidad individual de los causantes y beneficiarios del hecho en sí, sino que es una responsabilidad compartida por todos los que miran a otro lado o toleran la obtención de ganancias sin importar la honestidad de los caminos para conseguirlas ni los daños colaterales. Una sociedad laxa en valores es más manipulable así que los comportamientos psicopáticos pasan inadvertidos confundidos con manifestaciones corrientes de individualismo, por lo que se extienden en todos los ámbitos, especialmente en las esferas de poder, ya sea política, financiera, empresarial, militar, académica, periodística, incluso social.  El individuo psicopático cuando está adaptado e integrado en la sociedad no es reconocible a simple vista pues consideramos que es su comportamiento el que determina su condición y no sus rasgos emocionales o interpersonales. Pero si estamos gobernados por psicópatas, trabajamos con psicópatas y somos adoctrinados por psicópatas probablemente terminemos haciéndonos indiferentes a la psicopatía, si no es que acabamos directamente convertidos en psicópatas. Los comportamientos psicopáticos están presentes en nuestra sociedad y potencialmente siempre lo estarán, pero no por ello podemos permitir que continúen cortando una sociedad a la medida de su patrón. Para evitarlo es fundamental para los individuos de buena fe sepan reconocer las trampas del sistema.


El deseo de apropiarse de lo de otros se manifiesta, en primer lugar, sobre aquella riqueza que consideramos común, alrededor de la cual se coordinan intereses espurios para desacreditar toda Autoridad que proteja esos bienes comunes, sirviéndose de argumentos peregrinos como que dicha Autoridad está poniendo límites a la sacrosanta iniciativa individual, cuando fue precisamente  por el mal uso de la iniciativa individual que los hombres de común acuerdo instauraron leyes contra el robo y no por ello la humanidad perdió libertad sino que se hizo más libre. 


Así, cuando se esgrime que los bienes comunes son mal manejados ‘per se’ se busca justificar que no queda más remedio que renunciar a la gestión pública de los recursos comunes en favor de la gestión privada, poniendo en cuestión los sistemas de cobertura del desempleo, dado que minan la eficacia de las políticas de salarios bajos, abogando por la privatización de las áreas rentables, especialmente de los sistemas de provisión de servicios sanitarios y educativos –no olvidemos que la educación es la llave para abrir la igualdad de oportunidades–, así como de los monopolios públicos, aunque numerosos ejemplos ponen de manifiesto que son los conflictos de intereses los que provocan la ruina de los recursos comunes o el colapso ecológico. Entre otros, el trabajo de Elinor Ostrom pone de manifiesto que la propiedad común no ha sido siempre mal manejada y una colaboración rica y creativa a menudo proporciona resultados superiores a los predichos por las teorías económicas mayoritariamente aceptadas.


Para conseguir tales resultados, la gestión de los recursos y servicios comunes debe hacerse desde dos paradigmas: la aptitud y el altruismo. La aptitud es condición necesaria pero no suficiente por lo que además se requiere un sentido del deber, ética o moralidad que un actor, ya sea público o privado, movido por la maximización de ganancias no tiene por qué satisfacer.  Ya hemos señalado que los comportamientos psicopáticos se instalan en las esferas de poder, en consecuencia, también en la política y en los actores públicos, amenazando la sostenibilidad política cuando la acción gubernamental queda reducida al progreso personal de una casta política que se considera propietaria de lo público más que administradora al servicio del público.


El altruismo va más allá del sentido del deber, ética o moralidad, pues busca el beneficio de otros anteponiendo el bien común al interés particular. Para que un individuo pueda ser altruista, además de no mantener conflictos de intereses, debe tener sus necesidades propias cubiertas, puesto que no se entendería que alguien que no haya resuelto sus problemas pudiese resolver los de otros. Ahora bien, tener las necesidades propias cubiertas no implica necesariamente ser rico o estar ostentosamente remunerado. Por supuesto, se requiere disponer de suficientes recursos que permitan actuar libremente pero además conlleva tener «una vida llena de sentido», un objetivo que un ser humano en un mundo materialista y deshonesto tiene difícil conseguir, aunque no imposible.  De hecho, en nuestras sociedades muchas personas son honestas y se mueven por fines altruistas. No sólo hablo de los colaboradores voluntarios sino también de muchas personas (enfermeros, profesores, investigadores,...) que aunque reciben una remuneración, ésta por sí sola no recompensa su motivación, implicación y compromiso. Esas personas aman lo que hacen pues a través de sus logros consiguen una reciprocidad que supone mucho más que una mera remuneración pues les provee de una autocomprensión moral y les libera de la sensación de vacío existencial, ya que el logro de procurar el bien común y contribuir a crear una sociedad mejor es un honor que edifica la dignidad y la conciencia íntima del individuo.


Como la identidad del individuo se construye en función de cómo sus habilidades, necesidades y deseos le sirven al propósito de adaptación social, la forma cómo el individuo se adapta a las demandas de la sociedad es lo que determina su identidad individual, así que los medios de socialización representan un factor crucial en el desarrollo identitario del individuo. La realidad es que nuestra identidad social viene determinada por nuestro grado de consumismo, que denominamos nivel de vida y revela nuestro estatus, lo que representamos ante la sociedad. En una sociedad que ha reemplazado la cultura de los valores por la cultura de las posesiones que consagra el «tanto tienes, tanto vales», el «mirar hacia otro lado» y el «sálvese quien pueda», surge la propensión hacia la promoción a ultranza de emociones superficiales y sensaciones que reducen la existencia de los individuos al permanente intento de compensar sus deseos e insatisfacciones a través del consumo.


La imaginación es la capacidad que permite al deseo humano trascender las necesidades biológicas, por ejemplo, mediante la fabricación de deseos. La satisfacción de los deseos implica placer y, cuando el individuo tiene cubiertas sus necesidades biológicas básicas, para obtener más placer recurrirá continuamente a la creación de necesidades virtuales, lo que le conduce a desarrollar un instinto, la ambición, que le lleva a querer abarcar y poseerlo todo. La ambición hace que el sentimiento de carencia sea permanente y que las necesidades crezcan continuamente, lo que provoca la utilidad marginal decreciente del placer, ya que la consecución del logro cada vez reporta menos placer o, según se mire, más insatisfacción lo que, a su vez, incrementa en el individuo el deseo de encontrar más necesidades. Puesto que ya no tiene necesidades biológicas que satisfacer buscará necesidades artificiales. No se trata por tanto de un efecto circular, sino de uno en espiral.


Pero si el placer acompaña al deseo satisfecho, el dolor acompaña al deseo insatisfecho.  Cuando nuestros deseos se topan con dificultades que nos impiden satisfacerlos surge la frustración que genera en el individuo un estado emocional opuesto al placer: dolor, confusión, inquietud, etc.  La frustración no conlleva la desaparición del deseo sino su transformación, unas veces en forma de agresividad, otras en forma de cinismo, depresión, alienación, etc., dependiendo de la personalidad y circunstancias del individuo. Esta agresividad no siempre se orienta hacia el obstáculo que impide la consecución de la satisfacción, sino que suele dirigirse a otros objetivos, a menudo sin relación con el obstáculo pero sobre los cuales tenemos superioridad. La agresividad es, por consiguiente, una forma de deseo encubierto que busca compensar una frustración latente, que suele provocar situaciones muy conflictivas en las relaciones humanas, lo que retroalimenta la frustración.


La disociación entre  deseo y necesidad causa en el individuo dos tipos diferenciados de situaciones negativas.


Por un lado, si en lugar de fijar la atención en la necesidad el individuo se centra exclusivamente en la consecución del placer, sus actos quedan disociados de la necesidad lo que puede desencadenar una adicción enfermiza que convierte la función normal del deseo en vicio.  


Por otro lado, si se pierde de vista que existen necesidades verdaderas, aunque se consiga hacer desaparecer el deseo no se puede hacer lo mismo con la necesidad. Por ejemplo, cuando para burlar nuestra conciencia ocultamos la injusticia, la necesidad de justicia no desaparece del mismo modo que la necesidad de alimentarnos persiste aun cuando hagamos desaparecer el apetito, así que aunque consigamos evitar la incomodidad que nos causa la visión de la injusticia lo hacemos a costa de nuestra alienación pues es ese pesar causado por las situaciones de injusticia lo que nos conecta con la honestidad que se esconde en nuestro interior, que es lo que distingue a los cuerdos en un entorno insano.  Posiblemente sea por ello que la psiquiatría académica no puede reconocer la psicopatía como enfermedad, por la misma razón que un psiquiatra no podría diagnosticarse a sí mismo.


La codicia refleja una errada conexión material con la felicidad y la vida ya se encarga de depararnos sinsabores que no pueden ser compensados con placeres efímeros o artificiales. Es por ello que la infelicidad encuentra su caldo de cultivo ideal en estas sociedades que propician el deseo desmedido, la permanente disconformidad y la ausencia de sentido en nuestras vidas –recordemos las sabias palabras de Sta. Teresa de Jesús: «se derraman más lágrimas por los deseos concedidos que por los no concedidos»–. Para lidiar con los deseos como causa de la infelicidad surge la sabiduría humana y su invitación a trascender al deseo para alcanzar la serenidad y convertirnos en seres humanos de calidad, por ejemplo, a través del altruismo y su objetivo de facilitar el bien común y crear una sociedad mejor. Tener “una vida llena de sentido” no nos separa del dolor pero indudablemente nos hace más fuertes, resilientes, más honestos al vivir en paz con uno mismo y en armonía con los demás.  Precisamente porque sólo si uno es honesto consigo mismo puede serlo con los demás,  las personas de tal condición son las aptas para la política y el servicio público.

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