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jueves, 29 de marzo de 2012

EL MODELO DE EXPECTATIVAS RACIONALES Y EL RIESGO MORAL

Siendo generosos, reconozcamos que prestamos tanta atención a los vaivenes del mercado de valores como al problema del hambre en el mundo, puesto que ante el  «sálvese quien pueda» propio de nuestro tiempo no ponemos objeción cuando nos ha tocado un lugar en la parte favorecida de la pirámide.

La mayor parte de los conflictos humanos se pueden reducir a un compromiso entre el egoísmo y el respeto al otro.   El egoísmo es consustancial al ser humano y está ligado a nuestro instinto de supervivencia individual mientras que el respeto al otro es un fundamento moral y ético ligado a la supervivencia de nuestra especie.

Podemos definir la sociedad como el sistema de organización socio-económica que los individuos hemos instaurado para cooperar unos con otros y alcanzar metas comunes. A su vez, podemos definir el bien común como aquel bienestar socio-económico general que maximiza el beneficio o utilidad de todos y cada uno de los individuos que integran la sociedad. El egoísmo y el interés personal son necesarios y valiosos para el buen desarrollo de la sociedad, pero despojado de conciencia, cuando se persigue el provecho propio de manera deshonesta para beneficiarse y rebajar al prójimo, el egoísmo representa un problema.  Es por ello que el egoísmo necesariamente tiene que estar subordinado al bien común, que está ligado a la supervivencia de nuestra especie, pues sin respeto al otro la humanidad terminará en la extinción. En el caso de un hormiguero, por ejemplo, el comportamiento de una sola hormiga está basado en conductas simples, sin embargo su acción colectiva produce un comportamiento global eficaz y eficiente pues de él depende la supervivencia de su especie.

La idea de que el bien común está ligado a la supervivencia de nuestra especie es esencial a la hora de comprender la crisis actual y el papel que desempeñamos individualmente, pues existe la proverbial ingenuidad de creer que el beneficio particular que es contrario al bien común siempre se podrá materializar, pero cuando ese oportunismo se generaliza los beneficios individuales en un juego de suma cero juegan unos en contra de otros, volviendo imposible la realización de todos a la vez, avocándonos al desastre, ya sea el fin del sistema financiero, de la sociedad o del planeta. Por eso, si las empresas piensan en su interés particular y no en que forman parte de un sistema socio-económico, externalizar la producción al extranjero puede parecer aparentemente una decisión acertada pues “están ahorrando costes”, pero gran parte de la economía es demanda del consumidor y si no hay consumidores con el dinero para comprar sus productos, ya pueden producirlos tan barato como quieran que se verán fuera del negocio.

El equilibrio entre el binomio egoísmo y bien común ha generado a lo largo de la historia tensiones entre posturas individualistas y colectivistas.  El sistema socio-económico imperante en nuestros días es la sociedad demócrata-liberal desarrollada bajo los principios del liberalismo económico, doctrina que promete una sociedad más igualitaria y un aumento indefinido de la prosperidad –el bien común– gracias a un orden espontáneo generado por una mano invisible que conduce a los individuos que sigan su egoísmo particular.  La mano invisible del mercado actúa como un poderoso, misterioso e incomprensible mecanismo capaz de ordenar la economía de forma justa, independiente y neutra porque nadie la puede manipular ni controlar. Esta mística doctrina está fundada en el utilitarismo racional.

El utilitarismo racional se basa en la premisa de que detrás de cada decisión humana existe una motivación o expectativa racional del logro de un beneficio o utilidad. La expectativa racional del logro es subjetiva, no tiene en cuenta la conciencia del individuo y está influenciada por las costumbres y preceptos aprendidos por éste, de modo que tanto la valoración del beneficio individual como de la utilidad del bien común no es homogénea entre toda la población. Esto explica por qué la valoración racional del bien común puede llevar a un grupo de individuos a considerar la esclavitud, la explotación o la tortura como algo beneficioso para el conjunto de la sociedad cuando indudablemente no lo es.

Modelando las relaciones y la cooperación simple entre individuos de acuerdo a expectativas racionales, ante la cooperación a cada individuo se le plantea el dilema de elegir entre, por un lado, el incentivo individual a cooperar o no hacerlo y, por otro lado, el bien común. 

Si hay acuerdo entre estos intereses, es decir, si el incentivo individual a cooperar está alineado con el bien común  no surge conflicto y la decisión racional es obvia, pero cuando la mejor decisión basada en el criterio individual es opuesta a la decisión basada en la utilidad racional del bien común, o incluso cuando la decisión de bien común implica un costo individual real, entonces entran en compromiso el incentivo individual y el bien común, y la expectativa racional supondrá la primacía del interés individual sobre el bien común aflorando el referido problema.

El utilitarismo racional es estrecho si está desprovisto de razonamiento moral y ético.  La responsabilidad, que es un mecanismo de razonamiento moral, se revela como un regulador a priori del egoísmo para favorecer el respeto al otro, es decir, la responsabilidad es un factor del incentivo individual de la colaboración que favorece la consecución del bien común en la estimación subjetiva.

Un ejemplo de cómo funciona este mecanismo de refuerzo del bien común a través de la responsabilidad lo encontramos en el amor de padres a hijos, que si bien fue adquirido en el proceso evolutivo por tratarse de un elemento necesario para la supervivencia de la especie humana –dada la incapacidad de los infantes humanos para sobrevivir sin la protección de sus padres–, requiere del refuerzo que implica la responsabilidad de los progenitores para con su descendencia. El padre para compensar el coste de proteger a sus hijos sabe que es una tarea difícil, requiere trabajo y muchas veces produce frustración introduce un componente en su valoración subjetiva que le incentiva a colaborar puede ser extremadamente gratificante.

Sin embargo, aún introduciendo la responsabilidad, el modelo de expectativas racionales no es perfecto pues no se cumple siempre: la solución a un dilema puede verse condicionada por problemas de comunicación en la transmisión de la información entre las partes, asimetría en la propia información que manejan las partes, estrategias de grupo, discapacidad para comprender la información o incluso ciertas anomalías mentales.  La discapacidad absoluta en la comprensión hará que el resultado del dilema tienda a la aleatoriedad, mientras que la anomalía mental hará que el resultado tienda al egoísmo.  Estoy hablando de la personalidad psicopática presente en un número de individuos de nuestra sociedad que están impedidos para empatizar o sentir remordimiento por lo que interactuarán con las demás personas como si fuesen objetos, utilizándolas para conseguir la satisfacción de sus propios intereses.

A pesar de la raíz etimológica de la propia palabra (psicopatía significa enfermedad de la mente), desde un punto de vista psiquiátrico no existe tal patología –concretamente desde 1968–, considerándose la psicopatía un trastorno de la personalidad. Esto implica que la psicopatía sea asociada exclusivamente con la conducta, fundamentalmente la conducta criminal, negando por consiguiente sus rasgos emocionales e interpersonales que la ligan con los ámbitos moral y social.   De estos rasgos, los más reconocibles son la falta de empatía o ausencia de preocupación por los demás, la crueldad y la insensibilidad emocional hacia los demás.  Este sesgo de carácter ideológico impide estudiar como psicópatas a personas aparentemente normales que proliferan en campos de la actividad humana tan diversos como la política, la economía o la enseñanza, quienes guiados por el cálculo frío y racional de lo que van a obtener de sus comportamientos rompen con los códigos morales y éticos establecidos para preservar el bien común.  Es por ello que si bien la contaminación ambiental, los genocidios, las guerras, las hambrunas, el paro o la esclavitud desde un punto de vista psiquiátrico pueden no ser considerados causados por psicópatas, no hay impedimento en pensar que son causados por comportamientos psicopáticos. 

El remordimiento es otro mecanismo de razonamiento moral que regula el egoísmo, en este caso a posteriori. Al estar el comportamiento psicopático carente de remordimiento el logro de la utilidad individual incentivará este tipo de comportamientos y, por consiguiente, provocará nuevos episodios de crisis.  Así mismo, en un escenario en el que los comportamientos oportunistas y parasitarios no encuentran oposición, éstos no solo se volverán inevitables sino que se retroalimentarán causando la generalización y radicalización del egoísmo. Por otro lado, el comportamiento gregario de las masas no sólo se intensifica a medida que crecen las expectativas de ganancia, sino que también se incrementa cuando crecen las expectativas de colapso de las oportunidades/burbujas especulativas  –precisamente porque cuando intuyen que la música va a parar quieren bailar más–.  Esto entra en contradicción con el modelo de expectativas racionales que aconsejaría mayor prudencia a medida que el comportamiento se va generalizando.   En la explicación de esta paradoja radica en otro gran error de las expectativas racionales, pues ignoran el hecho de que es el deseo y no la racionalidad el verdadero inductor de las motivaciones humanas.

Los principios y valores morales y éticos son condición necesaria para el respeto mutuo, pero nunca suficiente salvo desde la óptica de la ingenuidad.  La creencia rousseauniana de que todos los hombres sacrificarán sus derechos individuales en favor de la comunidad y así, en un clima de entusiasmo moral y virtud cívica, todos acogerán como propio un plan general ajeno a todo individualismo es ingenua pues exige unanimidad para evitar que  siempre prevalezcan los comportamientos oportunistas o de gorrón. Como esto no es posible debido a la existencia de comportamientos psicopáticos, mientras que nuestra especie no adquiera por evolución biológica un instinto social de respeto al otro que erradique el comportamiento psicopático, no bastará con la toma de conciencia y el cambio de valores y principios que favorezcan la utilidad del bien común. En la práctica este cambio tiene que ir acompañado necesariamente por medidas conductistas que eviten o minimicen el riesgo moral que supone que los individuos adopten comportamientos oportunistas y deshonestos. 

Incluso en el caso de que una sociedad o comunidad lograse el consenso sobre la defensa del bien común, de no protegerse estaría en inferioridad frente a aquellas que no, como la historia ha puesto de manifiesto cuando comunidades indígenas que durante siglos convivieron en armonía consigo misma y con el entorno natural fueron expoliadas, esclavizadas e incluso exterminadas por otras sociedades depredadoras.  Es aquí donde también cobra sentido el interés individual legítimo, puesto que el respeto al otro nace precisamente del respeto a uno mismo. El interés personal honrado se opone a la agresión a su autonomía individual legítima, los más comúnmente llamados derechos del hombre. 

Esto es lo que ponen de manifiesto muchos mensajes éticos derivados de la sabiduría humana. Por ejemplo, sobre el propio decálogo fundacional de nuestra civilización cristiana, los Diez Mandamientos, el Evangelio de San Mateo (Mt 22;37-40) dice lo siguiente: «Estos Diez Mandamientos se encierran en dos; amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo».   La primera parte hace referencia a la Autoridad, la segunda parte sienta la base del bien común. Lo que con lucidez y sabiduría se quiere expresar es que el bien común no puede ser alcanzado con la simple promulgación de la ley, pues aunque el hombre sabe distinguir entre el bien y el mal siempre habrá quien escoja el camino equivocado. De ahí la necesidad de una Autoridad legítima que medie en las relaciones entre desiguales para combatir los abusos e inmoralidad con legalidad, actuando sobre las conductas de los individuos para penalizar o desincentivar el mal en cualquiera de sus formas.   


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