En anteriores artículos hemos visto cómo las
estructuras económicas y financieras, en lugar de adaptarse a la sociedad para prestar sus servicios de forma más rentable y eficiente, la transforman para favorecer “las funciones económicas”,
un eufemismo tras el que siempre se esconden los intereses de las clases
dominantes de cada época.
Por globalización, neoliberalismo o postmodernidad nos
referimos a las distintas vertientes –organizacional, ideológica y sociológica–
de un mismo proceso de transformación dirigido
desde las élites corporativas hacia las bases que persigue la convergencia en
un mercado a escala mundial en el que a cada uno se nos asigna un rol como
trabajador y/o consumidor determinado por una jerarquía de intereses de
producción. La consecución del objetivo no se limita a la homogeneización de las
políticas y normativas internacionales que conducen al mercado único, la moneda
única, el monopolio privado, el monocultivo, la monocultura, el monolingüismo…,
sino que además hay que lograr que las naciones, con sus instituciones y
personas, adquieran y asuman como propias las expectativas que les han sido
otorgadas por las élites corporativas, conscientes de que es el pensamiento único lo que conduce al sistema único porque cambiar
la ley puede ser fácil, pero cambiar los usos es más complicado. El mercado global no es sino la expresión hegemónica
del proceso de acumulación capitalista contemporáneo, marcado por una corporate-class que, no contenta con lo que ya
atesora, quiere cada vez más (de ahí el mantra del crecimiento económico) de
modo que trata de controlar y organizar a su favor los derechos sobre la
producción y el consumo en el contexto global.
Las presiones
estratégicas y connivencias del poder económico-político-cultural para influir,
transformar y extender su poder son recurrentes a lo largo de la historia. En
ese “juego de tronos” el avance tecnológico es un factor de poder determinante
entre productores. Como los dragones de Daenerys Targaryen o el fuego valyrio
de los alquimistas de Desembarco del Rey, la tecnología es capaz de desplazar el centro
de poder y decidir los dominadores del tablero de juego.
La tecnología siempre
ha acelerado el ciclo del dinero, reforzado la capacidad competitiva y creado
nuevos mercados, de ahí las disputas por su propiedad, pero resulta pertinente
preguntarse si esa propiedad cuando otorga un derecho exclusivo no es realmente
un privilegio arbitrario, porque precisamente la relación entre el derecho universal
y el privilegio arbitrario es la médula que renueva los sistemas o desata las
crisis. Para comprender este “juego de tronos” que llamamos globalización fijémonos
en el caso de la protección del derecho de autor.
La creatividad
es una capacidad consustancial al ser humano por lo que siempre han existido mecanismos de reconocimiento y recompensa para los
creadores.
En tiempos de
la Grecia Clásica los autores se preocupaban porque se les reconociese la
autoría de su obra, aunque este reconocimiento moral no entrañase ningún
derecho económico. Se condenaba el plagio, considerado deshonroso, y se
procuraba reprimir la piratería literaria.
Durante el Imperio Romano el robo manuscrito adquirió
consideración especial y los escritores romanos, además de fama, recibían
dinero por las creaciones que producían.
En la Edad Media los manuscritos, pinturas o esculturas eran
protegidos por las Leyes Generales de la Propiedad y se consideraba al autor poseedor
y propietario de un bien que podía vender a quien quisiera. La copia de
manuscritos era un proceso muy lento y laborioso, realizado fundamentalmente
por monjes, que se limitaba a la copia de obras religiosas para órdenes y
cortes europeas, de modo que la mayor parte de la sociedad era analfabeta.
Pero un avance tecnológico, la imprenta, lo cambió todo al propiciar
la multiplicación de la producción cultural —sobre todo la escrita, aunque
también la iconográfica— posibilitando un volumen de negocio con unas nuevas
necesidades a las que el Derecho de la época debía dar respuesta. El
derecho de autor aparece como figura
jurídica cuando la propiedad intelectual comienza a ser una fuente continua y
sustanciosa de ingresos económicos.
La historia de la legislación de los derechos de autor surge a partir
de la introducción del invento de Johann Gutenberg a finales del siglo XV. Por
entonces, entre los autores y los demás agentes implicados en la producción
cultural únicamente tenían lugar dos tipos de relaciones principales: el mecenazgo
y el pago de honorarios por parte los editores, fundamentalmente mediante el
pago por pieza, aunque también consta que se pagaba a determinados trabajadores
a tiempo completo mediante una participación en las ganancias. El autor no
escapaba, por más que su obra fuese intelectual, a las leyes del contrato
acordado como cualquier otro artesano.
La primera ley
parlamentaria sobre los derechos de autor se promulgó en Inglaterra consecuencia
del gran crecimiento del número de imprentas, que despertó la preocupación de las
autoridades inglesas por el control de la publicación de libros. El Acta de
Autorización de 1662 concedió el monopolio y la capacidad para censurar
publicaciones a un grupo de editores estableciendo un registro de libros
autorizados que era administrado por ese grupo de editores: la Compañía de
Libreros. En virtud de ese monopolio las
obras eran editadas y comercializadas sin que los autores percibieran
compensación alguna, lo que provocó el primer precedente de conflicto sectorial
en torno a los derechos de autor cuando, en 1709 durante el reinado de la reina
Ana, los autores literarios emprendieron una huelga que daría lugar a la
primera ley parlamentaria sobre derechos de autor, el Estatuto de Ana (1710),
que estableció los principios de la propiedad de los derechos de autor —el
texto define como ostentadores de estos derechos a los autores u otra autoridad
con derechos de propiedad sobre la obra escrita—. El derecho de autor surgió con
el fin de proteger al creador del editor, pero aunque sobre el papel el estatuto acababa con el monopolio
de los editores y creaba un “dominio público” para la literatura limitando el
periodo de vigencia de los derechos de autor, en la práctica los beneficios
reales para los autores fueron mínimos al exigir los editores que les asignasen
las obras si querían cobrar por el trabajo realizado.
Esta norma tendría una influencia decisiva sobre el desarrollo de
la legislación estadounidense. En 1787,
la Constitución de los EE.UU. en su Artículo I, Sección 8, Cláusula 8 declaraba
que “el Congreso tendrá el poder... para promover el progreso de la ciencia
y las artes útiles, asegurando durante periodos limitados el derecho exclusivo
de los autores e inventores sobre sus escritos y descubrimientos.” Este
mandato constitucional fue implementado en forma de ley por el Primer Congreso
en el Acta sobre Derechos de Autor de 1790, un documento para el fortalecimiento
del aprendizaje que aseguraba los derechos sobre la copia de mapas, planos y
libros de los autores y propietarios de esas copias. La iniciativa estaba tan
inspirada en el Estatuto de Ana (1710) que se establecía un periodo de vigencia
para los derechos de autor idéntico: 14 años prolongables otros 14 adicionales
si el autor seguía vivo.
La legislación anglo-americana pretendía, por un lado, incentivar
la creación de los autores, artistas y científicos concediendo el privilegio
del monopolio a la parte que arriesgaba el capital pero, por otro lado, velaba
por el interés general estableciendo un “dominio público” que limitaba el
monopolio del copyright para evitar que
estrangulase la actividad creadora y científica asegurando que, pasado cierto
tiempo, los trabajos fuesen accesibles para la sociedad en general preservando el
avance científico de la nación. Desde entonces a la fecha la legislación anglo-americana del derecho de autor tiene un marcado
carácter patrimonial capital-centrista.
En el continente, por su parte, los derechos de autor se vigilaban
más por razones de control que pensando en la protección de los derechos de los
artistas o creadores, así que no cabe hablar de derechos sino de privilegios
fundados en concesiones arbitrarias.
Por ejemplo, en el caso de España, de una parte la Corona estaba
pendiente de toda obra que hiciera notorio al Rey ante sus súbditos y censuraba
toda aquella que lo discutiese o lesionara sus intereses —por ejemplo, Felipe
el Hermoso en 1558 decretó la pena de muerte para aquella persona que poseyera
libros o publicaciones prohibidas por la Corona—; de otra parte el poder
eclesiástico se manifestaba contra aquellos autores que atacaran los
fundamentos del poder eclesiástico, su organización o sus bases doctrinales —la
Santa Inquisición a través de sus oidores controlaba toda literatura nociva y
sentenciaba a muerte a toda aquella persona que tuviera libros prohibidos—. En
1763, el rey Carlos III de España promulgó una Real Orden mediante la cual se
concedía el privilegio de impresión única y exclusivamente al autor de la obra.
Sin tratarse de una revolución el autor comenzaba a ocupar el lugar central que
le corresponde en la producción intelectual. Con la Real Orden de 1764 se
permitió la transmisión del privilegio de impresión a los herederos del autor,
si así lo solicitaban. A partir de la Real Orden de 1777, el privilegio se convertía en perpetuo.
El propósito era del todo económico pero se trataba aún de un privilegio
concedido por el Rey.
La verdadera emancipación del autor llegó con la Revolución
Francesa (1789–1801). En un principio, la Revolución Francesa suprimió los
privilegios de los autores y editores. Condorcet,
a quien debemos la noción básica del laicismo en la educación, plasmó la
controversia entre privilegio y derecho:
“Los privilegios tienen en esta materia, como en toda otra, los inconvenientes
de disminuir la actividad, de concentrarla en un reducido número de manos, de
cargarla de un impuesto considerable, de provocar que las manufacturas del país
resulten inferiores a las manufacturas extranjeras. No son, pues, necesarios ni
útiles y hemos visto que eran injustos... No puede haber ninguna relación entre
la propiedad de una obra y la de un campo que puede ser cultivado por un
hombre, o de un mueble que sólo puede servir a un hombre, cuya propiedad
exclusiva, en consecuencia, se encuentra fundada en la naturaleza de la cosa...
La propiedad literaria no es un derecho, es un privilegio y como todos los
privilegios, es un obstáculo impuesto a la libertad, una restricción evidente a
los derechos de los demás ciudadanos”.
No fue hasta entrada la Revolución que se reconocieron los
derechos de autor, pero éstos ya no se fundaban en concesiones arbitrarias como
en el pasado, con lo que el privilegio había dado paso al derecho
universal. La Revolución Francesa supuso
la inauguración de un concepto de propiedad intelectual bien diferente del que ya estaba legislado en Gran Bretaña y en
los EE.UU. La legislación continental de
la propiedad intelectual ponía en el centro los derechos morales del autor al considerar la obra intelectual la
más personal de todas las propiedades.
La primera norma legal revolucionaria francesa y, por ende, la
primera continental, fue el “Decreto
Relativo a los Espectáculos” de la Asamblea Nacional Francesa de 1791, donde se
extiende la protección de los derechos de autor a toda la vida del mismo, lo
que será una constante en el derecho de autor continental, más cinco años post
mortem auctoris. Este decreto fue el preludio del “Decreto Relativo a los
Derechos de Propiedad de los Autores de Escritos de Cualquier Género,
Compositores de Música, Pintores y Diseñadores” de 1793, por el que los autores
de cualquier tipo retenían los derechos sobre su propiedad durante toda su vida
y diez años más.
La originalidad de la legislación francesa frente a la anglosajona
reside en que extendía la protección del autor también a la representación de
sus obras y no meramente a la reproducción y venta de impresos en el que se
basa el sistema de copyright. Desde esos tiempos hasta la actualidad las
diferencias entre el sistema de derechos de autor continental, centrado en el
autor, y el anglosajón, centrado en el capital, han marcado el desarrollo de la
protección jurídica de la obra intelectual en el mundo occidental.
Durante todo el siglo XIX se codificaron y desarrollaron las
distintas legislaciones nacionales en materia de derechos de autor, si bien
cualitativamente no se produjeron grandes cambios. Lo verdaderamente significativo
del siglo XIX, especialmente en su segunda mitad, fueron los diversos intentos
que tuvieron lugar para crear un marco homogéneo
internacional de protección para la producción industrial amparada en la
propiedad intelectual. Así, en 1858 tuvo lugar en Bruselas un congreso
diplomático internacional sobre la propiedad intelectual en el que se adoptaron
cinco resoluciones:
1.
Los países
civilizados debían reconocer en sus respectivas legislaciones los derechos de los autores.
2.
Esta
protección debía operar independientemente del principio de reciprocidad.
3.
Los autores
extranjeros debían asimilarse en todo a los nacionales
4.
Siempre que
hubieran cumplido las formalidades requeridas en la legislación de sus países
de origen, no se debía exigir ninguna otra formalidad a los autores para que
sus derechos fuesen recogidos en otros países.
5.
Se hacía un
llamamiento a la uniformidad en las legislaciones nacionales.
En 1875 una comisión real británica aconsejó al gobierno británico
alcanzar un acuerdo bilateral con EE.UU. para, sobre la base de la protección
recíproca a los autores tanto británicos como americanos, formar un frente común
que consolidase su influencia estratégica.
Los trabajos de preparación de la Conferencia de las Potencias
dieron lugar a la Convención de Berna para la Protección de la Obras Literarias
y Artísticas. El Acta Internacional de los Derechos de Autor de 1886, también
conocida como el Convenio de Berna, suprimió el registro de las obras
extranjeras e introdujo un derecho exclusivo para importar o traducir
obras. Este convenio se ha venido
modificando y completando posteriormente; en París en 1896, Berlín en 1908, de
nuevo Berna en 1914, Roma en 1928, Bruselas en 1948, Estocolmo en 1967 y,
finalmente, en París en 1971.
El siglo XX fue testigo del carácter disruptivo de la tecnología
en el ámbito de la protección de los derechos de autor, un siglo caracterizado
por el intento de adecuar la legislación a los constantes avances tecnológicos que
se sucedieron, poniendo el foco no tanto
en la protección de los individuos como en la protección de los organismos,
públicos o privados, que difunden las obras.
A comienzos del siglo XX, concretamente en 1908, tuvo lugar un
nuevo conflicto sectorial de gran importancia histórica. Por entonces las
ventas de un novedoso artículo de ocio, el disco fonográfico, habían crecido
extraordinariamente en EE.UU., mientras que los pianistas que habían creado las
obras no recibían compensación alguna. En aquella ocasión, la Corte Suprema
rechazó la reclamación de los autores, argumentando que la ley nada decía sobre
el disco fonográfico. No obstante, un año más tarde, el Congreso se vio
obligado a enmendar la ley para establecer un canon para las grabaciones
fonográficas y las actuaciones públicas. En las siguientes décadas, los
compositores estadounidenses recaudaron unos 500 millones de dólares en
derechos de autor por grabaciones y representaciones de su obra.
Los legisladores europeos tomaron nota y el parlamento británico
terminó por promulgar el Acta de Derechos de Autor de 1911, que recogía por
primera vez toda la regulación específica sobre derechos de autor, revisando y derogando la mayor parte de las actas
precedentes. Las enmiendas incluían la ampliación del concepto de protección
junto con nuevos arreglos para establecer el periodo de vigencia de los
derechos de autor. Las grabaciones musicales y las obras arquitectónicas
obtuvieron protección bajo el nuevo marco legal. El acta además abolió la obligación de
registrar los derechos de autor en la Cámara de Libreros (Stationers Hall), uno
de los principios básicos de la convención de Berna, y derogó la protección de
los derechos de autor de la ley común sobre las obras no publicadas, salvo en
el caso de tratarse de cuadros, dibujos y fotografías.
En 1946, después de la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar la
Convención Interamericana de los Derechos de Autor, también conocida como el
Tratado de Washington, en la que participaron naciones de la órbita estadounidense.
Por su parte la ONU, por mediación de la UNESCO, con objeto de
armonizar la legislación internacional sobre derechos de autor, donde
coexistían dos visiones tan jurídicamente dispares, promovió la Convención
Universal de los Derechos de Autor con objeto de garantizar en todas las
naciones los derechos sobre la propiedad intelectual de las obras literarias,
científicas y artísticas, sobre la base de un marco universal que facilitase la
distribución de la obra de la mente humana permitiendo incrementar el conocimiento
internacional. Este sistema universal de derechos de autor fue firmado en 1952,
en Génova, y es conocido como la Convención de 1952.
Con el Acta de Derechos de Autor de 1956, el Reino Unido se
adhirió a la Convención de 1952 e instauró el Tribunal de Derecho de
Representación, el antecedente de los tribunales de derechos de autor que
funcionan en nuestros días en algunas naciones. Como novedad, estas nuevas
directrices contemplaban los nuevos avances tecnológicos, tales como las
películas o la radiodifusión, que por primera vez eran protegidos en su propio
derecho por los derechos de autor.
En 1965, el gobierno Alemán promulgó la ley sobre Derechos de
Autor y Derechos de Protección Conexos, una ley muy bien sistematizada que
hacía alusión precisa a los derechos de los artistas ejecutantes, precisando
los derechos de productores de fotografías, de empresas emisoras de radio y
televisión, así como algunas disposiciones especiales para obras
cinematográficas.
En 1967 se constituyó la Organización Mundial de la Propiedad
Intelectual OMPI, también conocida por su acrónimo inglés WIPO, con objeto de
establecer una organización internacional sobre propiedad intelectual que
comprende tanto los derechos de autor (morales y patrimoniales) como los
derechos de propiedad industrial (marcas, patentes, diseños industriales,
denominaciones de origen).
La Convención de 1952 fue revisada en París en 1971 para extender
la protección universal de los derechos de autor sobre las obras literarias,
científicas y artísticas, mencionando específicamente las obras escritas, las
creaciones musicales, las dramáticas, las cinematográficas, las pinturas, los
grabados y las esculturas. Esta convención constituye también la última
revisión hasta la fecha del Acta Internacional de los Derechos de Autor, cuya
primera edición se había celebrado en Berna, en 1886.
En 1984 tuvo lugar uno de los episodios judiciales más
significativos, que posteriormente se ha constituido en base jurisprudencial
para resolver conflictos de naturaleza similar. La Corte Suprema de los EE.UU.
rechazó el pleito que había interpuesto Universal Studios contra Sony, donde se
esgrimió que las videograbadoras permitían la desenfrenada violación de los
derechos de autor al permitir a cualquiera realizar copias de sus películas. La
sentencia amparó el derecho de los ciudadanos a realizar grabaciones domésticas
y, en consecuencia, el derecho de Sony a vender videograbadoras. Curiosamente esta victoria judicial no evitó que el formato
Betamax de Sony terminara perdiendo la batalla por el mercado del video
doméstico ante el VHS de Phillips. T res
décadas más tarde queda claro que el desarrollo del video doméstico no perjudicó
a la industria cinematográfica, sino más bien todo lo contrario: la industria
cinematográfica no sólo incrementó sus ingresos directos por las taquillas de
EE.UU., sino que además la venta y el alquiler de video les supuso a los
estudios cinematográficos unos ingresos que duplicaban los provenientes de
taquilla.
En 1988 EE.UU. suscribió la convención de Berna. Uno de los
obstáculos principales para tal refrendo había sido el derecho moral del autor,
que el sistema anglosajón nunca había reconocido explícitamente. Cabe recordar
que el mismo Benjamin Franklin hizo una fortuna con la publicación de obras de
autores británicos sin tener su permiso ni compensarles por derecho alguno. La
ratificación estadounidense implicó algunos cambios en su legislación para
adecuarla a las directrices de la Convención y tímidamente se comenzó a hablar
de los derechos morales del autor en el mundo anglosajón.
Ese mismo año el Parlamento Británico promulgó la Parte Primera
del Acta sobre Derechos de Autor, Diseños y Patentes, conocida como el Acta de
1988, un nuevo intento de actualizar y armonizar la legislación británica sobre
derechos de autor en el nuevo contexto.
En cuanto a la Unión Europea, la preocupación por la adaptación
del derecho de autor al mundo de las nuevas tecnologías asomó tempranamente. En
1988 se publicó el "Libro Verde
sobre derechos de autor y desafío tecnológico: problemas de derecho de autor
que requieren una iniciativa inmediata". Partiendo de las reflexiones recogidas
en el Libro Verde se formularon propuestas concretas en el volumen "Acciones derivadas del Libro Verde..."
de enero de 1991, del que se derivaron cinco Directivas aprobadas en el campo
del Derecho de Autor.
En 1994 un grupo de trabajo especial, presidido por el entonces
comisario europeo Martin Bangemann, presentó al Consejo Europeo celebrado en
Corfú un informe titulado "Europa y
la sociedad global de la información", documento conocido informalmente
como el Informe Bangemann. Como consecuencia de la adopción del Informe
Bangemann, en junio de 1994, la DG XV (Dirección General del Mercado Interior)
comenzó a elaborar un Libro Verde, dedicado específicamente a la problemática
del Derecho de Autor. Como consecuencia de estos trabajos, y tras varios
borradores previos, en 1995 se publicó el "Libro Verde sobre los derechos de autor y los derechos afines en la
sociedad de la información", dedicado
específicamente a la lucha contra la falsificación y la piratería en el ámbito
del mercado único europeo donde, además de establecer una nueva
definición de los productos, servicios o procedimientos que constituían el
objeto o resultado de un delito de violación de la propiedad; se definían las
líneas de actuación que debían seguir los estados miembros para atajar el problema, esto es, actividades
de vigilancia en el sector privado, utilización de dispositivos técnicos,
sanciones y medios para hacer respetar los derechos de propiedad intelectual y
la cooperación administrativa entre las autoridades competentes.
Un detalle verdaderamente interesante que recoge el Libro Verde es
que se reconoce que “la usurpación de marca y la piratería en el mercado
interior constituyen un fenómeno cuya naturaleza y características no son bien
conocidas, aunque los datos aportados por los titulares de los derechos y las
incautaciones realizadas constituyen un interesante factor de evaluación”. Con
posterioridad, el propio Parlamento Europeo en su resolución de 22 de octubre
de 1997 reconocía que, aunque los Estados miembros disponen de un marco eficaz
para la protección del derecho de autor, dicho marco “no responde a los
nuevos retos que plantea el desarrollo de la sociedad de la información”.
Desde entonces hasta la actualidad han tenido lugar innumerables
iniciativas, conferencias y tratados internacionales para fortalecer la cultura
de la propiedad intelectual, acordar la aplicación del “uso justo” en el
entorno digital y mantener un equilibrio entre los derechos de propiedad
intelectual y el interés público, especialmente en los ámbitos de la educación,
la investigación y el acceso a la información. Pero si el avance tecnológico
durante el Siglo XX había marcado el desarrollo de las relaciones entre
productores, el verdadero carácter disruptivo de la tecnología se manifiesta en
las relaciones entre productores y consumidores al poner en manos de éstos
últimos un medio como Internet que provoca que el Derecho impuesto se vea
desbordado por los hechos.
Aunque la internacionalización de las comunicaciones plantea
problemas que en esencia no son nuevos –básicamente, determinar qué legislación
sustantiva y procesal y qué tribunales son competentes–, las dificultades crecen
exponencialmente con las nuevas tecnologías y el derecho de autor capitula ante los hechos ilegales, de manera
que todas las soluciones que se proponen no atacan el problema de raíz sino de
forma muy sesgada. Saltan a la vista
varias cuestiones fundamentales:
Primero, el desarrollo del derecho de autor es un
asunto netamente occidental y el
Occidente colonial no tiene intención de mirarse al espejo y reconocer su larga
historia de “potencias piratas”. El sesgo en el uso del término piratería
se entiende por analogía entre las grandes transnacionales y los enemigos de
Barbarroja, también corsarios y piratas.
Por ejemplo China, que no dispuso de ley de propiedad intelectual hasta
1991, podría argumentar que el mayor robo de la propiedad intelectual fue el de
su tecnología de la seda por parte de los comerciantes italianos o el de la
tecnología del té china por parte de los comerciantes británicos en la India,
robos perpetrados muchos siglos atrás de los que los colonizadores europeos se
han venido beneficiado económicamente, por consiguiente, durante siglos. No
digamos ya si hablamos de la colonización de África, asunto sobre el que
recomiendo dos excelentes artículos (éste y éste otro) que Juan Carmona Muela ha publicado en su
magnífico blog, Utopía.
Segundo, es incuestionable
que la dinámica moderna de la globalización, de la que la piratería de la
propiedad intelectual es una consecuencia, ha favorecido a los países
emergentes, pero precisamente porque los
elevados precios de los productos occidentales respecto a los ingresos de
amplios grupos de población unido a la capacidad de los países emergentes de
producir bienes tecnológicos digitales a bajo coste son el caldo de cultivo de
la piratería de la propiedad intelectual en el mundo.
Tercero, la piratería de la propiedad intelectual favorece
la innovación. Es infantil considerar que toda la piratería consiste en
burda falsificación. Tanto en Occidente como fuera de él, prácticamente toda
creación humana proviene del trabajo que la precede y la capacidad para copiar
libremente y perfeccionar los trabajos existentes ha sido y es el alimento en
campos de la actividad humana tan diversos como la moda, las finanzas o el
software. Copiar refuerza la competitividad, hace crecer los mercados,
construye marcas y espolea la innovación. Al respecto de la piratería como catalizador
de la innovación Felix Salmon ha dedicado un interesante artículo en su blog (http://blogs.reuters.com/felix-salmon/2013/06/25/how-the-world-benefits-from-chinese-piracy/).
En dicho artículo sobre la piratería China se dice que la mayor parte entraría
dentro de la categoría de “innovación autóctona” y cita ejemplos como Xiaomi, Weibo o Youku.
Cuarto, la piratería de la
propiedad intelectual, lejos de estar estigmatizada, se integra en las
prácticas cotidianas de amplios y crecientes grupos de la población mundial.
En primera instancia, para cientos de millones de ciudadanos la piratería de la
propiedad intelectual es un instrumento para alcanzar un objetivo superior, el
derecho a tener una vida digna. China ha prosperado gracias a esa piratería no
sólo en términos de su extraordinario crecimiento económico, sino también en
términos de los cientos de millones de ciudadanos chinos a los que ha ayudado a
salir de la pobreza. En segunda
instancia, la piratería favorece a los
consumidores, especialmente si se trata de una población que continúa
siendo mayoritariamente pobre para la que la tecnología digital de bajo coste, que en China se denomina shanzai, es la única asequible.
Quinto, el derecho de autor está sufriendo una
profunda transformación en su estructura. Las grandes corporaciones
transnacionales tratan de restringir aún más el derecho de copia privada,
incluso mediante medios técnicos invasivos, y reclaman el lucro cesante de sus
derechos de propiedad intelectual y patentes –rentas por las que, dicho sea de
paso, esas corporaciones no tienen intención de pagar impuestos porque ejercen
su influencia para que la fiscalidad y las exigencias de control contable les
sean totalmente benignas–. A pesar de la
gran influencia del poder transnacional sobre la opinión pública, los derechos
exclusivos son objeto de crítica y lo que un día fue un derecho prácticamente
absoluto y exclusivo que aseguraba a su titular poder impedir a cualquiera la
utilización de la obra sin su permiso, a golpes de realidad hoy se reduce a un
mero derecho de compensación a su titular mediante una “remuneración compensatoria”,
siempre que, claro está, éste pueda alcanzar a detectar la infracción –la tecnología
permite también enmascarar mucho más fácilmente la infracción– y pueda hacer
valer sus derechos por vía legal –el coste del proceso se ha encarecido hasta hacerlo
inasequible para nadie que no disponga de los recursos de las grandes empresas–.
Sexto, a efectos legislativos,
la inferioridad de la fuerza de los ciudadanos frente a las puertas giratorias
entre lobbys y legisladores se traduce en una legislación occidental profundamente
decantada del lado de la oferta. El Corporate Europe Observatory (CEO) en
su más reciente versión del Lobby Planet, también publicada en español (http://corporateeurope.org/es/pressreleases/2013/lobby-planet-mapa-de-los-lobbies-en-bruselas), ofrece una guía para entender
el oscuro mundo del lobbying empresarial en la Unión Europea. En Bruselas se localizan
entre 15.000 y 30.000 profesionales de las oficinas de lobby de las grandes
empresas, consultorías de lobby, laboratorios de ideas, empresas de relaciones
públicas y grupos industriales de presión, todos con agenda y presupuesto para
influir en los burócratas y los políticos responsables de la toma de decisiones
en la UE.
Por ejemplo, en el caso de los cabilderos de la industria farmacéutica,
hay 23 compañías multinacionales inscritas en el Registro Europeo (en torno al
20 por ciento de las que forman parte de la patronal EFPIA) que dedican un
gasto aproximado al año de unos 20 millones de euros, aunque esta cifra hay que
relativizarla pues en Europa la inscripción en el citado registro es voluntaria
y se han identificado desfases entre lo declarado y la inversión real. A pesar
de que el mayor generador de costos de la industria farmacéutica son los gastos
derivados del marketing y lobbying, y de que según se indica en la Wikipedia:
"expertos independientes estiman que
entre los gobiernos y los consumidores financian el 84% de la investigación en
salud, mientras que solo el 12% correspondería a los laboratorios
farmacéuticos, y un 4% a organizaciones sin ánimo de lucro", estos
lobbys han logrado que el derecho a la salud sea un un privilegio exclusivo al
que cientos de millones de personas no pueden acceder por el inasequible precio
de los medicamentos.
Séptimo, a efectos de los mercados, Internet amenaza el orden económico natural y ni siquiera los
criminales pueden competir con el “uso gratis”. Un interesante estudio a
cargo de la Universidad de Columbia desarrollado por más de 35 investigadores
durante más de 3 años, publicado en español bajo el título: “Piratería de medios en las economías
emergentes” (http://piracy.americanassembly.org/wp-content/uploads/2012/04/MPEE-ESP.pdf), señala que no se han hallado
vínculos sistemáticos entre la piratería de medios audiovisuales y el crimen
organizado o el terrorismo en ninguno de los países emergentes examinados
(Brasil, India, Rusia, Sudáfrica y Bolivia), por lo que hoy los piratas con
ánimo de lucro y los contrabandistas transnacionales están tan interesados en
restringir el derecho de copia privada y criminalizar al infractor que descarga
música de Internet como la “civilizada industria transnacional”. Luego el
problema de fondo en todo este conflicto no coincide con el planteamiento
formal de defensa de los intereses de los artistas y editores, tanto morales
como patrimoniales, sino que detrás de este conflicto subyace primero el deseo
de controlar un mercado incipiente y después el pánico ante el altruismo y la posibilidad
de que los ordenadores personales puedan conectar con iguales formando grupos
colaborativos, constituyendo verdaderas herramientas de búsqueda en inmensos
sistemas de archivos que puedan hacer universalmente accesible libros, software,
música o películas sin tener en cuenta los derechos exclusivos.
Tenía razón
Charles Kettering cuando decía que “allí
donde haya una mente abierta, siempre existirá una frontera”. La dinámica
moderna de la globalización, ilustrada en este artículo alrededor del derecho
de autor, señala nítidamente la naturaleza de esta crisis. Entre los partidos
políticos del stablishment liberal, da igual si se autodenominan populares,
socialistas o nacionalistas, sólo se presentan diferencias de grado y no de
naturaleza, de modo que hoy los consensos se fabrican en torno al laissez-faire
y la economía del lado de la oferta, negando lo colectivo para afirmar lo
individual y queriéndonos vender la moto del “crecimiento”, como si la
expansión económica sin un modelo de redistribución de la riqueza fuese
garantía de cohesión social y bienestar general. En este escenario las
tecnologías para compartir en el entorno digital se posicionan como eficaces y
accesibles herramientas de oposición al neoliberalismo.